Lima se paralizó el jueves. Los manifestantes que salieron a marchar ese día no eran maestros que se negaban a ser evaluados ni cegetepistas que viven en eterna medida de fuerza. La exigencia no tenía nada que ver con mejoras salariales o derogaciones de leyes. Eran trabajadores del transporte público que le pedían al Estado que no deje que los maten.
Un grupo de ciudadanos se vieron obligados a paralizar sus actividades para reclamar por el más básico de los derechos. Las mafias de extorsionadores, que operan en Lima y en todo el país, los matan sin miramientos por no pagar cupos. Hemos llegado a tal extremo de violencia e impunidad en nuestro país que conservar la vida cuesta S/7.
Como ya es habitual en cada crisis, el Ejecutivo reacciona tarde y, cuando lo hace, enuncia fórmulas sacadas de la manga que supuestamente solucionarán por encanto todos los problemas del país. En esta oportunidad, las palabras mágicas han sido: estado de emergencia, terrorismo urbano y penal de Challapalca. Paradójicamente, el Gabinete que no observó la ley del Congreso sobre el crimen organizado salió a anunciar medidas para frenar la delincuencia.
El ministro del Interior, Juan José Santiváñez, ha asegurado que si el plan fracasa dará un paso al costado. Por el bien del país, esperamos que el plan funcione. Pero todo indica que aquí se han hecho las cosas al revés: primero se anunció el estado de emergencia y recién después se elaborará la estrategia para ejecutarlo. Se está pensando en retoques cuando lo que se requiere es cirugía.
A propósito, la gran ausente de la semana ha sido la presidenta Dina Boluarte. Su silencio y los espacios en blanco de su agenda preocupan. Para enfrentar la delincuencia se requiere liderazgo. Para liderar hay que bajar de la nube.