Suena a póker y, de alguna manera, lo es. En cinco horas de discurso, la presidenta Dina Boluarte jugó con las cartas pegadas al cuerpo y no quiso nombrarlas, o aún no sabía cuáles serían los pares escogidos.
En mi opinión, de ser necesarias las fusiones, estas tendrían que ser consecuencia y no punto de partida para enfrentar los evidentes problemas que arrastra el Estado.
He sido funcionario y estoy convencido de que se requiere una reforma profunda de la gestión pública. Una que permita que se atienda, a tiempo y bien, las necesidades de la población cuando el Estado tiene los recursos económicos para hacerlo. Sin embargo, con el argumento de poner controles que frenen la corrupción, hay cada vez menos incentivos a los funcionarios para hacer y muchos más para mirar el techo y soplar la pluma. Y encima la corrupción empeora.
Enfrentar ese doble problema requiere de un gobierno fuerte, que inicie su gestión con ese explícito mandato y que tenga el tiempo para llevarlo a la práctica. Todo lo contrario a que lo lance el gobierno más impopular y débil que se recuerde y que, además, dependerá de las leyes de un Congreso mediocre y corrupto.
Pienso que la reforma requiere la creación a nivel constitucional de un organismo autónomo dedicado exclusivamente a las compras y obras públicas. Que cuente con personal profesional y de carrera, especializado y de alta calificación, así como con mecanismos exigentes y eficientes frente a los riesgos de corrupción. Y, ojo, que no solo exista para atender las necesidades del gobierno nacional, sino las de los subnacionales y, en general, las de todas las unidades ejecutoras del Estado.
Un objetivo sería hacer compras a escala más grande y, por lo tanto, más baratas y planificadas con anticipación, evitando la corrupción de la compra directa. Un ejemplo: medicinas y equipos médicos para el Ministerio de Salud, Essalud, la sanidad de la PNP y las de las Fuerzas Armadas. Otro ejemplo: los vehículos del Estado pueden estandarizarse y limitarse a unos cuatro o cinco modelos, según la necesidad. Ello ayudaría a acortar los plazos y mejorar nuestra capacidad de negociación, reduciendo costos. Incluso los vehículos de alta gama y de precios insostenibles de los altos funcionarios deberían ser reemplazados por vehículos normales.
Otro objetivo, encargarse de la licitación y ejecución de las obras públicas a todos los niveles del Estado. No se trata solo de pasar algunas unidades ejecutoras de algunos ministerios y ponerlas todas amontonadas en un ministerio de otro nombre que termine repitiendo los mismos vicios. Es cierto que se debería empezar por las grandes obras públicas que se hacen nacional y regionalmente desde el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, y el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, que han sido y siguen siendo el botín de la gran corrupción. Pero también se podría avanzar paulatinamente con las obras asignadas a múltiples sectores.
Todo esto permitiría que, desde los altos funcionarios hasta los alcaldes de pequeñas localidades, puedan dedicarse a definir las inversiones prioritarias y sus características generales en función de su presupuesto. Pero ya su licitación y ejecución deberían ser encargadas a este organismo público autónomo que no dependa de las veleidades de la política contingente.
La sola idea de hacer una reforma de esa naturaleza generaría múltiples resistencias. Pero las autoridades honestas en todos los sectores del Estado y niveles de gobierno –que no son muchas, pero son– estarían felices de liberarse de esas engorrosas tareas y dedicarse por completo a su razón de ser.
Estamos, pues, ante un proceso complejo y largo, pero indispensable. Uno que requiere ser diseñado por nuestros mejores especialistas y asesorado por quienes hacen esto exitosamente desde hace mucho en otros países.