Estas fechas, en las que se conmemora el calvario y muerte de un inocente, llaman a la reflexión en torno de la fragilidad y, en algunos casos, autodestrucción de nuestra especie. Y acá no solo me refiero a la Pasión de Cristo que trae a la superficie el sufrimiento humano llevado hasta sus límites, sino a una serie de guerras que vienen cuestionando nuestra propia humanidad.
Porque el genocidio, el hambre y el sufrimiento infantil que los más recientes conflictos han generado vienen acompañados por una perversa apuesta por el exterminio del otro. Tanto Gaza como Ucrania, así como los asentamientos judíos fronterizos –en los que fueron asesinados y secuestrados centenares de inocentes– son el más vivo ejemplo de una brutalidad y vesania escalofriante. Lo que hace necesaria una honesta reflexión sobre la muerte, que ahora es el símbolo de una “civilización” que en algún momento de su violenta historia diseñó un modelo de tortura-ejecución llamado crucifixión. Perfeccionada por el Imperio Romano, la crucifixión fue imaginada para extender la agonía, incrementando el dolor de la víctima hasta que su cuerpo, en algunos casos joven y saludable, cediera ante un ataque sistemático y cruel. Estudios recientes señalan que Jesús murió luego de una larga agonía, precedida por una coronación de espinas, además de una flagelación con látigos incrustados de bolas de plomo y huesos de borrego. Ese fue el espeluznante prólogo de un paro cardiorrespiratorio, marcado por un dolor imposible de imaginar.
La muerte paradigmática del llamado Mesías, que dentro de la tradición cristiana cumplió el rol del redentor, nos enfrenta cada Semana Santa con una mortalidad inevitable que usualmente buscamos evadir, pero, principalmente, con un tránsito amargo –por lo doloroso, solitario y brutal–. Asociado, en cierta manera, a lo que algunos místicos definen como “la noche oscura del alma”, este concepto nos refiere a una crisis existencial, un momento en el que uno se siente absolutamente abandonado, a decir de San Juan de la Cruz. Por otro lado, la filósofa Simone Weil, que encuentra elementos de Esquilo y Sófocles en la poderosa alegoría cristiana, nos recuerda sobre aquellos momentos en los que el “alma exhausta” deja de esperar por una ayuda sobrenatural y, por lo mismo, a perder la fe, aceptando su enorme vulnerabilidad. No hay más que recordar la famosa frase: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Sin embargo, tanto Juan de la Cruz como Weil coinciden en señalar que mediante cierta esperanza en la bondad de la oscuridad es posible lograr una toma de conciencia que cambiará radicalmente la vida del sufriente.
Las repúblicas sufren crisis morales, “noches oscuras del alma”, que usualmente suceden a implosiones estatales, como la que viene ocurriendo desde hace varios meses en el Perú. Esta es una realidad concreta en el desventurado Haití, hoy en manos de criminales. Por ello, cuando el primer ministro Gustavo Adrianzén señala muy suelto de huesos que este “ruido político” ahuyentará a “los inversores”, es necesario recordarle la tragedia nacional que venimos padeciendo desde hace varios años debido a la rapacidad, la ineptitud y la inconsciencia de nuestros representantes; entre ellos, una señora que no tiene la menor idea del daño que su vanidad y desfachatez le causan a la investidura presidencial.
Y hablando de responsabilidad y servicio al Perú –de esa luz que la oscuridad trae a la memoria–, pienso en “las noches del alma” de peruanos que dignificaron a nuestra maltrecha república. Entre ellos, Miguel Grau, navegando por las frías aguas del Pacífico sabiendo que era solo cuestión de tiempo para que su nave fuera atacada, como finalmente ocurrió. La igualmente dolorosa travesía existencial de María Elena Moyano enfrentando en solitario a Sendero Luminoso y a una muerte brutal, o aquella de los mártires de Saweto y de tantas comunidades amazónicas defendiendo sus bosques sagrados de los sicarios que ahora, por unos cuantos soles, los asesinan como también ocurre con centenares de peruanos trabajadores y honestos. Esperemos que esta agonía dolorosa –con anemia infantil, violencia cotidiana e impunidad absoluta– llegue a su fin y empecemos pronto a trabajar con entusiasmo y cariño por la reconstrucción del Perú. Una nación milenaria que no merece tantísimo maltrato, desprecio y humillación de quienes fueron elegidos para cuidarla, servirla y enaltecerla.