Juan Paredes Castro

Por lo mismo que no somos lo democráticos que creemos ser y que, más bien, somos lo autoritarios que queremos negar, los peruanos persistimos en mantener algunos males de nuestro sistema político.

El presidencialismo absolutista vigente es uno de ellos, tan real en la práctica de los mandatos constitucionales que quien lo asume no solo concentra un enorme poder en sus manos, sino que puede desempeñarse en él sin rendición de cuentas en sus cuatro funciones: gobernar, ejercer la jefatura del Estado, comandar las Fuerzas Armadas y policiales, y personificar a la nación.

Al margen de que pueda despertar simpatías o antipatías, confianza o desconfianza, aprobaciones menos o desaprobaciones más en las encuestas, desilusiones extremas en quienes votaron por Perú Libre y adhesiones calculadas en quienes la siguen, personifica a la nación. Y en este solo hecho, respetable, por cierto, reside precisamente el secreto de su sostenibilidad.

Como a un presidente o a una presidenta no puede echársele del cargo como en un sistema parlamentarista puede echársele del cargo a un primer ministro, Boluarte se ha replegado con cierta fortaleza en esta prerrogativa constitucional de la personificación de la nación. Es, así no les guste a muchos, nuestra monarca sin corona, nuestra última instancia de administración de la inestabilidad histórica, nuestra promesa de calendario político real hasta el 2026 y, lo que no podemos ignorar, nuestra garantía de legalidad como Estado.

El jurista, humanista y diplomático Víctor Andrés Belaunde podría quedarse corto en su afirmación de que “el presidente de la República es un virrey sin monarca” (porque no reporta a nadie por encima de él), pues el historiador Eduardo Torres Arancibia va más allá, al sostener que “ningún virrey del Perú tuvo tanto poder como un presidente peruano actual”.

Veamos un ejemplo típico de cómo no puede sacarse de la presidencia a alguien supuestamente mal elegido o incapaz moral.

Entrado al gobierno lo primero que este quería hacer era disolver el e imponer una nueva Constitución. Y, por este probado ‘animus’ golpista, el Congreso no pudo sacarlo, como por mil razones no puede sacar a Boluarte, excepto con un punible golpe de Estado. Castillo arruinó su autogolpe al pretender materializarlo con una torpeza mayúscula. Desafiando más de una bola de cristal, no hay otra inquietud obsesivamente recurrente en estos días que pensar si Dina Boluarte llegará o no a julio del 2026 y si la suspendida fiscal Patricia Benavides volverá a la cabeza del Ministerio Público en junio próximo.

A gran distancia una de otra en jerarquía y suerte, ambas manejan el mismo estrés: lidiar con los extremos del poder, allí donde, por ellas mismas, pueden ganarlo y perderlo todo antes de sus plazos respectivos.

Hemos tenido monarcas sin corona y funcionarios cruzando espadas, como mosqueteros, en 200 años. Y pareciera que no nos hemos dado cuenta.


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Juan Paredes Castro es Periodista y escritor