Javier Díaz-Albertini

En la novela clásica “El hombre invisible”, H.G. Wells nos muestra cómo la falta de visibilidad implica un poder grande, pero acompañado de una enorme pérdida del sentido moral. La invisibilidad del personaje principal se va convirtiendo en un pretexto para delinquir e inclusive asesinar. Wells quería enfatizar que la falta de supervisión y control social resultaría siempre en una tentación muy grande para incumplir los arreglos sociales. En pocas palabras, casi siempre alienta un poder opaco y la impunidad.

Si damos un salto al siglo actual, la invisibilidad está más conectada al ocultamiento. En el siglo XXI, la invisibilidad se expresa en una situación marginal. En la era de la información, no tener presencia en los medios o redes es sinónimo de no existir. Es lo que utiliza el poderoso para ocultar las grandes injusticias (“ojo que no ve, corazón que no siente”), y así garantizar el poder político. Los nuevos movimientos sociales, en cambio, buscan visibilizar las condiciones de indefensión de derechos y marginalidad, y utiliza el poder social para hacer públicos los casos concretos y las caras detrás de la desigualdad y de la injusticia.

Lo que buscamos en democracia es descubrir y no encubrir. Solo así se construye confianza y legitimidad. Hacer visibles condiciones como el abuso contra la mujer, la falta de acceso para los discapacitados, la discriminación del que tiene la piel más oscura, la desprotección de tantos niños y niñas, el robo de recursos públicos, etc., son acciones que tienen como principal objetivo exponer al escenario público y levantar apoyo.

En las ONG, decíamos que era necesario sensibilizar y concientizar a las personas para que se sientan motivadas a hacer frente a las injusticias. Las principales formas para lograrlo son la comunicación y el activismo. Es así porque poco lograremos al intentar que las actuales autoridades se “sinceren”. Hacerlo implicaría ceder el poder. Lo que no lo hará más efectivo es que los ciudadanos sean conscientes de la legitimidad de sus demandas. Por ejemplo, ante la inseguridad, mucho más efectivo es que se movilicen los transportistas, pasajeros, comerciantes y consumidores que los ministros declaren otro estado de emergencia.

Nuestra prefiere, le complace y se beneficia gobernando desde las sombras. Y no solo por lo que no dice (pudiendo pasar 100 días sin comunicarse con la prensa), sino más bien por lo poco que expresa y transmite en sus alocuciones. Lo peor de todo es que vivimos momentos críticos en los que la ciudadanía necesita comunicación e información relevante, transparente y efectiva para seguir adelante con su vida. La única acción efectiva de la presidenta es ocultar sus arrugas; no obstante, se arruga ante las dificultades del país que le ha tocado gobernar.






*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología

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