Patricia del Río

A estas alturas resulta ocioso tratar de hacerles entender a quienes quieren que se restablezca el orden a cualquier precio, que esa es una postura inaceptable en democracia y que, como seres humanos que buscamos la paz, no podemos exigir que esta se imponga a balazos. Los que a estas alturas no se han conmovido con el horror de los videos que registran la muerte de jóvenes por balazos disparados a la cabeza o los que no han sentido ninguna empatía con el dolor de los puneños cuando despedían a sus muertos ya no se van a estremecer con nada. Podríamos analizar las causas del egoísmo o la indiferencia, pero eso no va a cambiar las posiciones reduccionistas que han convertido al otro en un terruco, un narcotraficante, un enemigo.

La polarización ha hecho su trabajo y los que quieren ver marchas plagadas de criminales seguirán encontrando argumentos que refuercen sus puntos de vista. Por eso, me atrevo a sugerir que dejemos de lado el plano de los valores y seamos prácticos. ¿Qué ha cambiado desde el primer fallecido hasta el último? juró como presidenta de la República el 7 de diciembre del 2022, y desde entonces hemos contado muerto tras muerto hasta superar el medio centenar sin que haya disminuido un ápice la violencia, sin que se haya alcanzado un mínimo de consenso para salir de la crisis.

Al contrario, los muertos de Ayacucho no solo no frenaron la beligerancia, sino que la incendiaron más. Luego vino Puno con sus propios muertos, tuvimos que asistir al horrendo asesinato de un policía al que quemaron vivo y fuimos testigos de más bloqueos de carreteras, más ataques a edificios públicos, más tomas de aeropuertos. En cualquier lugar del mundo, después de estos nefastos resultados, ya habría rodado más de una cabeza. Acá no.

A los iniciales pedidos trasnochados de que se reponga a en su puesto y de que se cierre el Congreso, los reemplazaron demandas que dan cuenta del hartazgo de una población que ha pasado de sentirse estafada por una clase política a sentirse atacada. Hoy el factor Castillo ya no es determinante, los ciudadanos que protestan quieren que desaparezca Dina Boluarte, que desaparezca el Congreso y que desaparezca la Constitución. Es decir, exigen que todo el sistema político que les ha dado la espalda por años sea reemplazado por uno mejor o simplemente por uno distinto. Tanta bala y tanto gas lacrimógeno ha terminado entronizando un pedido de asamblea constituyente que hasta hace unos meses no entusiasmaba a la mayoría.

Con esos resultados, ¿no es momento ya de exigirle al Ejecutivo otras alternativas para reponer el orden en el país? Si terruquear, golpear, ahogar las marchas con gases lacrimógenos solo ha desatado más violencia, ¿no viene siendo hora de que los “defensores de la democracia” dejen de aplaudir como focas las iniciativas de Alberto Otárola y empiecen a demandar un mejor manejo de la crisis?

Sería iluso negar que las tienen una carga de violencia delincuencial altísima y que hay grupos ilegales aprovechando todo este desmadre, ¿pero en serio son tan poderosos como para que la PNP y las FF.AA. no puedan hacerlos retroceder y la fiscalía no los pueda procesar? La misma presidenta Boluarte reconoce que hay manifestantes que no quieren destruir su país, ¿cuál es la estrategia para acercarse a ellos, para escucharlos?

Después de lo visto ayer en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, de la entrada prepotente de los policías para humillar a peruanos enmarrocándolos y tirándolos al suelo, ¿qué creen que va a pasar? Boluarte acaba de rociar de gasolina mezclada con pólvora en una hoguera que va a arrasar con todo, empezando por ella; y lo ha hecho consciente de que solo provocará más muertes, más dolor, más laberinto. Hay que tener la piel dura para pretender seguir desgobernando un país mientras se acumulan los muertos.

Patricia del Río es periodista

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