Es 7 de diciembre por la mañana, Pedro Castillo dio un golpe de Estado. Esa tarde, la vicepresidenta Dina Boluarte juró como primera mandataria. Anunció que se quedaba hasta el 2026. El jueves 8, Pedro Castillo entró al fundo Barbadillo a hacerle compañía a Alberto Fujimori. El sábado 10 empezaron las protestas que pedían la restitución del golpista. El domingo 11, dos personas murieron en Andahuaylas, tierra de la presidenta. El 13, la Defensoría del Pueblo registraba cinco muertos. El 14, ya eran ocho; Boluarte declaró el estado de emergencia en todo el país. El 15 de diciembre, 10 ciudadanos murieron en Ayacucho, mientras se enfrentaban a las Fuerzas Armadas. El 20 de diciembre, la señora Boluarte cumplía 13 días en el poder y su gobierno contabilizaba 26 muertos de civiles en protestas. El 6 de enero, en Juliaca, les tocó el turno a 17 peruanos más. Y siguieron.
Los muertos y heridos, tanto de la ciudadanía y de las fuerzas del orden, han formado una pila imposible de ignorar: solo una estrategia ineficaz y represiva, que incluyera el uso de armas de fuego, pudo producir tanta desgracia. Así lo han señalado múltiples investigaciones que han hecho ese trabajo que Boluarte no hace: ir a la zona, hablar con la población y recopilar la amplísima evidencia que dejaron las filmaciones de esos días. El 12 de febrero, IDL-Reporteros publicó un reportaje en el que reconstruyen seis de las 10 muertes de Ayacucho. Las imágenes son impactantes. Las heridas mortales de bala, evidentes. El 14 de febrero, Amnistía Internacional reveló que 11 de las 17 muertes de Puno se habrían producido por el uso indiscriminado de la fuerza letal por parte de las autoridades. El 3 de marzo, el semanario “Hildebrandt en sus trece” titulaba “Fue una masacre” una nota, que indicaba que 12 de los 18 civiles que murieron en Puno ni siquiera estaban participando en actos violentos. El 16 de marzo, el “New York Times”, el diario más importante de EE.UU., publicó un extenso informe con fotos, videos, testimonios y documentos oficiales. En este se demuestra que las Fuerzas Armadas usaron armas de asalto contra la población y que dispararon a matar. El 26 de abril, la organización Human Rights Watch señaló que deben investigarse las muertes de civiles porque hay indicios de que podrían tratarse de ejecuciones extrajudiciales. Esta semana, le tocó el turno a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que tras sus investigaciones concluyó que la respuesta del Estado a las protestas incluyó el uso desproporcionado y letal de la fuerza.
Imposible entender cómo ante la abrumadora evidencia la señora Boluarte sigue negando su responsabilidad en los hechos. Cree que con repetir argumentos cada vez más endebles con cara de indignación y falsa firmeza puede borrar los muertos que traen una bala en el pecho como prueba del abuso. No se da cuenta que su enrevesada sintaxis no le alcanza para explicar por qué tras los muertos de Andahuaylas se desató una espiral imparable. ¿Por qué no pegó el grito en el cielo y destituyó a los responsables de las muertes de Ayacucho para que no ocurrieran las de Puno? ¿Por qué, si se supone no quería un muerto más, permitió que las fuerzas del orden siguieran actuando, una y otra vez, con la misma enloquecida estrategia? Si no ha movido un dedo hasta ahora para buscar la verdad, ¿cómo espera que los peruanos que saben cómo murieron los suyos le crean?
Sospecho que la presidenta ni siquiera se digna a leer los informes cargados de evidencia que van acumulándose en su mesa. ¿Para qué? ¿Qué necesidad tiene de que le cuenten lo que ya sabe lo que siempre ha sabido?