Carmen McEvoy

Cuando un hombre es incapaz de encontrar significado y sentido en su vida, “se distrae en los placeres”, señaló , quien fue psiquiatra, además de sobreviviente del holocausto. Frankl es el fundador de la logoterapia, una corriente que apunta a la búsqueda de significado como el fundamento de la experiencia humana. Es importante recordar que la logoterapia es una de las tres escuelas psicoanalíticas que se instalaron en Viena, siendo la freudiana la más reconocida. A lo largo de su productiva carrera, el nativo de Austria, donde descansan sus restos, publicó 39 libros, destacando su controversial autobiografía “El hombre en busca de sentido”.

En el texto, un ‘bestseller’ internacional traducido a 24 idiomas, el autor señaló que, incluso en los momentos más difíciles, la vida no deja de tener sentido e indicó que el trabajo creativo, el amor (manifestado en el cuidado del otro) y el sufrimiento con dignidad son los soportes de la frágil condición humana. Aunque los críticos afirman que los objetivos de la logoterapia parecieran ser muy difíciles de alcanzar –llevando incluso a la depresión por la ausencia de la opción del no sentido–, Frankl logró incorporar a la esperanza como el motor para seguir adelante en momentos muy duros como el Holocausto –en el que perdió a muchos de sus familiares–.

La evasión mediante la construcción de una realidad ficcionalizada no fue contemplada en el modelo moralista de Frankl. De esta posibilidad dio cuenta, sin embargo, Faustino Sánchez Carrión, cuando definió a la “pretensión” como el elemento constitutivo de una sociedad de antiguo régimen, como lo era la . Ciertamente, desde que su compañero político, el arequipeño Mariano José de Arce, denominó a la república peruana como un “simulacro”, la teatralidad de nuestro mundo político ha ido derivando en farsa y desparpajo. Todo ello con la finalidad de reemplazar una realidad que, siguiendo el ejemplo de la inefable, ahora vocera de “agua para todos”, se niega hasta la saciedad.

Cuando el mundo entero se conmocionó ante el recrudecimiento de la violencia en el Medio Oriente, los costosos viajes presidenciales para obtener una foto y una palmadita en el hombro del papa Francisco o las balaceras cumpleañeras organizadas desde el despacho congresal de una calabaza, muestran la crisis de la representación y el sinsentido que condena al Perú a una parálisis permanente. Porque de lo importante nadie se hace cargo. Lo que, más bien, ocupa las mentes de los poderosos de turno es el mantenimiento de sus posiciones de privilegio para, desde ahí, gozar de la vida buscando además la impunidad para ellos y para sus compadres dentro de la fiesta interminable en la que se ha convertido la política peruana.

Por ello, no sorprende que la crisis interna y externa se haya expresado con una pachanga –en honor a un excongresista con amistades pistoleras– y con el viaje absurdo de la sucesora de un golpista. Esta es la magnitud del colapso de la representación que ningún sueño de opio puede ahora disfrazar.

En su libro “La sociedad del espectáculo”, Guy Debord señala que la espectacularización de la vida y de la política es una guerra del opio permanente. Lo más espeluznante de esta “cultura de la imagen” es que reemplaza con historias truculentas a la realidad no solo en el Perú, sino en el mundo, e induce a convertirnos en “meros espectadores” o en cobardes incapaces de ver.

“Mirar sin hacer nada”, como lo señaló alguna vez Susan Sontag. Los cínicos y pesimistas dirán: bueno, esto es lo que nos merecemos porque es la sempiterna historia del Perú y, a estas alturas del partido, no es posible hacer nada al respecto. Y vienen a mi memoria los centenares de autoridades ediles que fueron asesinadas por Sendero Luminoso. Hombres y mujeres valientes que ofrendaron su vida, como lo siguen haciendo hoy los defensores de nuestros bosques y ríos. Representantes que entendieron el desafío de su representación y no dudaron en jugarse la vida por la patria chica y la grande también. A todos ellos, entre los que vale mencionar a Fermín Azparrent, Leonor Zamora, María Elena Moyano y Víctor Raúl Yangali, y a todas las autoridades asesinadas a lo largo de nuestra historia, va dedicada esta columna con la esperanza de que su ejemplo nos ilumine.

Comparto la conversación con Cesar Azabache en Mesa Compartida: En medio de la guerra y sus horrores

Carmen McEvoy es historiadora