Mario Ghibellini

La señora es una especie de sueño hecho realidad de la ultraizquierda: cada vez que abre la boca agudiza las contradicciones. Sobre todo, las propias. ¿Cómo puede alguien que quiere calmar la turbulencia en el país decir algo que la avive? Parece difícil, pero evidentemente ella tiene la fórmula.

Lo sabemos porque, desde que asumió la presidencia, en esta pequeña columna le hemos llevado la cuenta de los desatinos verbales –particularmente, de aquellos que atentan contra sus posibilidades de afirmarse en el poder– y estamos persuadidos de que nadie es capaz de pronunciar tantos sin tener un plan o guion a la mano. Algunos, por supuesto, han tenido que ver con sus bruscos cambios de opinión sobre la entraña moral del golpista de Chota o sobre el tiempo que ella debía permanecer en Palacio, pero otros han sido sencillamente petardos lanzados contra sí misma. O, para ser más precisos, contra su presunta voluntad de que se restablezca en el territorio nacional una paz suficiente como para permitirle gobernar sin sobresaltos por el tiempo que corresponda y entregarle luego la banda embrujada al próximo incauto.

–La parte no es el todo–

Sin ir muy lejos, la semana pasada comentábamos aquí el severo desacierto en el que la presidente había incurrido al decirles a los manifestantes hostiles que venían desde el sur: “Yo los llamo a tomar Lima”. Y vaya que lo intentaron. Ya sabemos que ella añadió a continuación que esa toma debía darse en paz y con calma, pero una turba enardecida no está para sutilezas, y ensayar una figura de ingenio como aquella era en ese momento a todas luces una torpeza. “Habrá sido la última”, se esperanzaron seguramente algunos; pero la esperanza ha de haberles durado poco.

Esta semana, en aparente evocación de la poesía de Yerovi, nuestra Titina Dina nos regaló otra vez su cháchara tontina y, en medio de un discurso en el que por un instante dio la impresión de por fin haber puesto sus ideas en orden, sentenció: “Puno no es el Perú”… Y ardió Troya. O, por lo menos, esa versión carente de héroes que de ella existe en las redes.

Cientos de indignados alzaron, en efecto, sus voces al cielo, acusándola prácticamente de haber ultrajado una de las fibras de la identidad nacional, de haberse pintado de cuerpo entero como la discriminadora que ellos ya sabían que era y de encarnar, en fin, la soberbia sorda y abusiva con la que los ‘mistis’ se relacionan hace casi 500 años con el Perú profundo. ¡Cómo podía ella haber desdeñado de esa forma a los hermanos aymaras! ¡Cómo podía haber sugerido que las brisas del Titicaca no eran el oxígeno mismo que respiraba la patria! ¡Cómo podía haber intentado arrancarles la nacionalidad a Gamaliel Churata, Carlos Oquendo de Amat y tantas otras glorias de las letras altiplánicas!

En realidad, claro, lo que había hecho la señora Boluarte no era nada de eso, sino simplemente recitar una verdad de Perogrullo: la parte no es igual al todo. No proclamó ella que Puno no formaba parte del Perú, sino que Puno no equivalía a todo el Perú: una circunstancia que tiende a confirmar la existencia de otras 24 regiones en el territorio que los libros de geografía identifican como nuestro. Puno no es el Perú, como Lima no es el Perú o Piura no es el Perú, según otras famosas frases que nunca provocaron contorsiones como las registradas estos días. Y basta revisar el contexto de lo expresado por Titina Dina para comprobar que eso era exactamente lo que estaba sosteniendo. “Tenemos que proteger la tranquilidad de 33 millones de peruanos”, fue lo que enunció como antesala de la sentencia de marras. Una obvia formulación de contraposición entre la referida región (que tiene un poco menos de un millón y medio de habitantes) y el resto del país.

Pero los azuzadores de las manifestaciones violentas convirtieron rápidamente su constatación matemática en la ofensa que no era. ¿Por qué? Pues porque ellos están siempre a la espera de que la señora Boluarte pronuncie un nuevo desatino susceptible de ser tergiversado para servir sus intereses. Ansían sus piedras, digamos, para responderle con palos.

Sabemos que hay quienes ante tanta incapacidad de decodificar lo que la jefa del Estado realmente procuraba comunicar se preguntan todavía si estos fallidos intérpretes son o se hacen. Y probablemente la solución al enigma esté un poco en cada lado. Pero tendría que bastar que haya una porción de ellos actuando de auténtica mala fe para tomar las precauciones necesarias.

–Sanguchitos–

La presidente, estamos seguros, no improvisa sus discursos. Alguien se los escribe. Y alguien también tendría que leerlos antes de que broten de sus labios (porque el que se los escribe no derrocha tino). Si no cuentan con lectores calificados, por lo menos que les ofrezcan sanguchitos a unos asesores de ocasión, capaces de detectar cualquier material inflamable durante un ensayo general. Porque sencillamente no es aceptable que, a fuerza de desidia, la gobernante siga entregándole munición al enemigo que quiere pasar por encima de ella y del orden constitucional.

Lo que proponemos no es difícil, en serio. Y lo de los sanguchitos nunca falla.

Mario Ghibellini es periodista