(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Bullard

En 1998 un referéndum aprobó, con el 60% de los votos, la sección 598 del Código Penal de California. Según la norma: “Ningún restaurante, café o lugar de expendio de comida al público puede ofrecer carne de caballo para consumo humano”.

Para el premio Nobel de Economía Alvin E. Roth, la norma no regula la calidad de la carne. Un caballo y una vaca son diferentes, pero no está claro por qué esas diferencias justifican que no nos preocupe el consumo de carne vacuna y sí el de carne equina. No es que te estén dando “gato por liebre”. No importa que te digan que es de caballo. Pero los californianos no solo no desean comer carne de caballo, sino que encuentran repugnante que cualquier otra persona lo haga. Así que si usted disfruta de la carne de caballo, no le recomiendo ir a California.

La repugnancia es tratada por Roth como un aparente límite al mercado. Sin embargo, no es sencillo encontrar por qué nos repugnan ciertas cosas.

Uno de los ejemplos claros de repugnancia es el uso del dinero para ciertas operaciones. Un ejemplo es la venta de órganos. La donación de un riñón es vista como un acto de suprema humanidad, sobre todo si salva una vida. Pero la venta de un riñón, por más que el consentimiento sea libre de coacción y bien informado, nos repugna. Curiosamente, no nos repugna de la misma manera que miles de personas mueran todos los años en colas de espera de un trasplante. Si la venta se permitiera, aumentaría la oferta de riñones para trasplantes y moriría menos gente.

Aceptamos el sexo consentido, pero nos repugna la prostitución o la pornografía porque hay dinero de por medio. Los niños pueden jugar Monopolio con billetes falsos, pero si juegan con dinero de verdad nos repugna, a nivel tal que muchos países prohíben las apuestas. Como se pregunta Michael Sandel: ¿Promovería la lectura entre sus hijos pagándole dinero por cada libro que lean? ¿No le repugna ofrecerle dinero a su hijo por cada punto que obtenga en sus notas del colegio?

Muchas veces nos repugna darle valor monetario a ciertas cosas. Pero no es fácil explicar el porqué. El dinero es, a fin de cuentas, un simple medio de intercambio, un papel que representa un valor para facilitar el tráfico de bienes y servicios. ¿Por qué entonces genera esa reacción?

Regresemos al ejemplo de los trasplantes de órganos. Quizá si una persona necesita un trasplante de riñón y otra uno de médula nos parezca legítimo que cambien riñón por medula. Pero nos repugna que alguien venda su riñón para poder, con el dinero obtenido, pagarle a un “donante” por el riñón que necesita o, peor aún, usar el dinero para irse de viaje a Europa. ¿Por qué el dinero lo vuelve repugnante?

Imagínese que usted es un economista que cree en el mercado. Uno de sus hijos le pide a otro que le convide un pedazo de su chocolate. El que tiene el chocolate le contesta que le vende el pedazo. Es posible que usted, como padre, a pesar de creer en el libre intercambio, rechace la transacción y le diga a sus hijos que en la familia esas cosas no se cobran. Pero acto seguido va usted a una tienda y sin ningún escrúpulo le paga al tendero 2 soles por el mismo chocolate. ¿Por qué eso no le repugna?

En la prehistoria, dentro de la tribu, la forma de obtener lo que se necesitaba era la colaboración. En un mundo sin propiedad, contratos ni mercados, quienes no eran colaborativos no sobrevivían. Ello nos sesgó evolutivamente a ser solidarios dentro del grupo pequeño. Pero esa colaboración no es fácil de obtener en la gran sociedad. Uno espera que su hermano sea solidario, pero no que el tendero vaya por la vida convidando chocolates. El dinero es contrario al sesgo solidario, pues consigue colaboración sin sentimiento ni emociones vinculadas a la solidaridad.

No es la solidaridad del carnicero (en la gran sociedad) la que hace que este colabore con nosotros, sino su propio interés, diría Adam Smith en “La riqueza de las naciones”. Y tiene razón. Con dinero consigues colaboración sin amor ni cariño. En ciertas situaciones conseguir dicha colaboración con dinero nos repugna, pues estamos genética y culturalmente condicionados. Pero en el mundo moderno ese sesgo nos limita sin una razón lógica.

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