Así terminó su mensaje a la nación el entonces primer ministro y ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller, el 8 de agosto de 1990, luego de anunciar un drástico Programa de Estabilización Económica. Cómo no invocar a Dios, si el precio del pan pasó de 9.000 a 25.000 intis; el de la lata de leche, de 120.000 a 330.000; y el del galón de gasolina, de 21.000 a 675.000 intis. Este ineludible ajuste impuso un tremendo sacrificio a la población, pero también sentó las bases para la total transformación de la economía, lo que permitió el crecimiento de las siguientes décadas.
En 1990 el país se encontraba devastado como resultado de las desastrosas políticas económicas aplicadas durante veinte años. La hiperinflación –una de las más largas de la historia mundial– consumía los ingresos de las familias. La tasa de inflación promedio mensual era de 40% –cada tres días los precios subían lo que hoy aumentan en un año–. Entre 1988 y 1990 la producción se había contraído en casi 30%. El PBI per cápita era menor que el de 1960. Las reservas internacionales eran negativas. La intervención del Estado dominaba la economía y aplastaba la iniciativa privada. Había controles de precios y, cómo no, escasez de productos básicos. El Estado fijaba cinco tipos de cambio distintos para exportaciones y siete para importaciones, 39 tasas arancelarias y 14 sobretasas. Las ineficientes empresas estatales, que habían perdido US$2.000 millones en ese quinquenio, tenían el monopolio sobre importantes actividades productivas. La presión tributaria había caído a menos de 5% del PBI, los servicios que brindaba el Estado se habían deteriorado enormemente y la infraestructura del país se encontraba en ruinas. Con el añadido de la demencial acción terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA, era esperable que cerca del 80% de peruanos hubiera deseado migrar, y que publicaciones como “Foreign Affairs” se refirieran al Perú como un “Estado fallido”.
Aplicar un programa de estabilización y, en paralelo, uno de reformas estructurales, requirió de mucho coraje. Muchas voces propugnaban un “ajuste gradual”. Pero, como sostenía Jeffrey Sachs a fines de los ochenta, “un abismo se debe cruzar en un solo salto; es imposible hacerlo en dos”. Era necesario desmantelar las viejas estructuras, pues de lo contrario tarde o temprano se caería en esos desequilibrios que habían descarrilado la economía peruana. Así, se aplicaron políticas monetarias y fiscales responsables, se eliminaron los controles de precios, se implementó un ambicioso programa de reformas (tributaria, comercio exterior, sistema financiero, mercado laboral, pensiones, privatizaciones, etc.) y se reinsertó al Perú en la comunidad financiera internacional.
A lo largo de estos 25 años, sucesivos gobiernos mantuvieron las líneas de estas políticas en lo fundamental y cada uno de ellos hizo importantes avances. Gracias a esta perseverancia y consistencia poco vista en nuestra historia, el Perú ha gozado, en la última década, de un crecimiento económico sin precedentes, el que ha permitido reducir la pobreza de manera significativa y ha generado un cauto optimismo hacia el futuro.
Es importante recordar ese 8 de agosto. Primero, como reconocimiento a los ministros y funcionarios honestos que en estos 25 años impulsaron y mantuvieron esas reformas, enfrentando la resistencia, de dentro y fuera del gobierno, de intereses mercantilistas, populistas y muchas veces corruptos. Pero, sobre todo, porque saber de dónde venimos nos ayuda a apreciar lo que hemos logrado, pues, a pesar de las dificultades y limitaciones que enfrentamos, el Perú es un mejor país para vivir que hace 25 años. Ello no debería llevarnos a la complacencia, sino, más bien, a ver la necesidad de perseverar en esta ruta y acelerar las reformas necesarias para superar los grandes retos del país en temas institucionales y de competitividad. Esperemos que el camino al desarrollo que hemos recorrido durante 25 años no sufra interrupciones; que, por el contrario, en los próximos años sea ensanchado y consolidado.