"Paita ha sido notoria por ser el puerto de arribo de casi 20 virreyes que luego, con una gran cantidad de acompañantes, hicieron el complicado viaje por tierra hasta Lima". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Paita ha sido notoria por ser el puerto de arribo de casi 20 virreyes que luego, con una gran cantidad de acompañantes, hicieron el complicado viaje por tierra hasta Lima". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Luis Millones

Sería inútil pretender que escolares o incluso la gran mayoría de universitarios puedan responder preguntas sobre la Edad Media. Y sin embargo, de muchas maneras, el reflejo de las obras maestras de aquella época ha alcanzado nuestras playas.

Entre ellas, Paita ha sido notoria por ser el puerto de arribo de casi 20 virreyes que luego, con una gran cantidad de acompañantes, hicieron el complicado viaje por tierra hasta Lima.

Sus cortejos y el volumen de migrantes que arrastraron con ellos –desde nobles hasta delincuentes– tuvo consecuencias fatales para las poblaciones indígenas de las que apenas quedan cortos vocabularios de sus variados idiomas y reminiscencias de sus culturas que todavía no se han estudiado.

Pero este transitar de la hispanidad también nos trajo el reflejo tardío de la Baja Edad Media a través de manifestaciones artísticas. Entre estas, una que perdura en la tradición popular de los pueblos cercanos a Paita.

Nos referimos a las representaciones teatrales que hemos podido recoger en Colán. Años atrás, nos llamó la atención que, durante la fiesta de Santiago, se celebrase con gran devoción y entusiasmo al santo que fue el auxilio divino de Francisco Pizarro cuando los españoles combatieron contra Manco Inca. Todavía en la sierra peruana se recuerda su presencia yuxtapuesta a la imagen de Illapa, el dios incaico del rayo, trueno y relámpago. Pero en Colán, el caballito de Santiago no tiene ninguna relación con el dios incaico. Se le recuerda como el líder de los cristianos que lucharon contra los musulmanes a lo largo de 700 años por la reconquista de España.

Esta vez me interesó la superposición de dos celebraciones: la Virgen de las Mercedes (que va del 12 al 22 de octubre) y el homenaje a San Lucas (del 9 al 19 del mismo mes). Decidí regresar a las playas de Colán alentado, sobre todo, por el enorme cariño y la gran acogida que habíamos recibido de los lugareños.

Debo agregar que había un tema que despertaba mi curiosidad académica. La fiesta dedicada a la virgen tenía también una teatralización. Pero, para sorpresa de mi equipo, el héroe de este nuevo enfrentamiento entre cristianos y moros no era otro que Bernardo del Carpio.

De las lecturas exigidas por mi padre, conservo algunos fragmentos de “El Quijote”. Entre ellos, el escrutinio que el barbero y el cura realizan de sus libros por pedido de la ama y la sobrina, quienes pensaban que quemando aquellas lecturas perniciosas don Alonso Quijano (que así parece haberse llamado nuestro loco) recuperaría la cordura. Lo que recordé fue que el barbero y el cura decidieron quemar los libros que mencionaban a Bernardo del Carpio. ¿Pero cómo llegó este casi desconocido paladín español hasta las playas de Colán? ¿Quién es don Bernardo del Carpio? Muchos españoles sostendrían que es una figura literaria nacida en el siglo XIII y que toma fuerza histórica cuatro siglos después, cuando un escritor puertorriqueño publica, en 1624, el libro que le da realidad física al personaje. Don Bernardo habría sido el que impidió que Carlomagno invadiera España y la anexionara al Imperio Carolingio.

Pero en la performance dedicada a la Virgen de las Mercedes hay otra batalla. Una en la que una turba de demonios rodea y ataca a un angelito vestido de blanco –un niño o niña de entre 6 y 8 años– que, espada en mano, sostiene un duelo contra el capataz o demonio, un ser compuesto con varios atuendos y máscaras repulsivas. Otros personajes, enfundados en disfraces igualmente recargados, acompañan al enemigo y lo reemplazan cuando cae abatido delante de la Virgen de las Mercedes. Esta pelea es un interludio al enfrentamiento entre moros y cristianos, el que, siguiendo el guion de hace siglos, concluyó con la derrota y la posterior conversión al cristianismo de los musulmanes.

Para su actuación, moros y cristianos deben mostrar su destreza como jinetes. Por ello, alquilan o se prestan caballos de paso y monturas de los pueblos aledaños. Los corceles están acicalados con hilos de oro; con brindas, monturas y espuelas adornadas en plata. Los moros, muy bien caracterizados con pelucas, vestidos y capas de tafetán rosado, gorras y joyas. Los cristianos, por su parte, vestidos con sombreros y uniformes que evocan a las imágenes divulgadas del ejército de José de San Martín, a los que se les reconoce por los colores rojo y blanco de la bandera nacional. Entre ambos bandos, moros y cristianos, hay aproximadamente 40 actores. Muchos de ellos son jóvenes, novatos en el arte de montar, que sufren para dominar a su caballo. En el centro del escenario un tamborileo marca el ritmo de desplazamiento de moros y cristianos en una ensayada coreografía.

La representación se realiza frente al templo de San Lucas de Colán, que, según los pobladores, fue construido en el siglo XVI sobre un conchal prehispánico. Aislado de la ciudad, los espacios que lo rodean crean un escenario natural que permite el desplazamiento de los regimientos a caballo y las evoluciones del grupo que rodean al angelito y al capataz en pleno combate. Sin olvidar a la multitud que sigue el espectáculo y que puede abandonar su rol de espectadores, sobre todo si de pronto se arrojan caramelos y los asistentes –especialmente niños– pasan a confundirse con los actores para participar en la fiesta.