Todos tenemos prejuicios. Por el hecho de pertenecer a una comunidad nos absorbemos –irreflexivamente– a una serie de creencias que se ensamblan para conformar una visión del mundo. Es decir, un conjunto de descripciones y explicaciones que nos guían y simplifican la vida, pues nos eximen de dudar, nos instalan en un sentido común que prescribe cómo debemos sentir y actuar. Pero lo característico del prejuicio es que en su raíz encontramos intereses y deseos más que verdades establecidas desde una investigación reflexiva. Consideremos, por ejemplo, los prejuicios raciales. Los europeos, poseídos por la arrogancia colonial, consideraron que había pueblos naturalmente inferiores a los que podían esclavizar y/o explotar sin problemas. La mirada que el europeo dirigió hacia los pueblos “incivilizados” se cargó de desprecio, mientras que la crueldad y la falta de compasión marcaron los comportamientos respectivos. El sentido común colonial y racista sigue perviviendo, fomenta la jactancia de unos y menoscaba la autoestima de otros. Y aunque se encuentre reprimido y en retroceso, con frecuencia resurge impetuoso y desafiante. El racismo cobra entonces un carácter estúpido y cínico, pues no teniendo el apoyo de la ciencia, ni de la religión, sus prejuicios se fundamentan solo en un deseo de superioridad, en un terco envanecimiento que ignora la realidad.
No podemos renunciar a todos nuestros prejuicios, pero sí podemos demandar a nuestra educación que nos forme en un sentido crítico que nos impulse a dudar de nuestras creencias, apenas sospechemos que distorsionan nuestra visión de la realidad, pues nos impulsan a ignorar situaciones evidentes. Los prejuicios funcionan como anteojeras que focalizan nuestra mirada en los aspectos del entorno que los validan. La mentalidad prejuiciosa, a diferencia de la crítica, se enorgullece de su cerrazón tubular y rechaza –impertérrita– toda novedad que la cuestiona. Prefiere lo simple y lo categórico, y rechaza lo complejo y lo incierto. Su origen se remonta a una religiosidad supersticiosa, destinada a eliminar cualquier duda.
La vigencia de la mentalidad prejuiciosa en nuestro medio remite a la educación que recibimos los peruanos. La poca curiosidad por aquello que no encaja y la terquedad se combinan para rechazar lo nuevo: se aman las anteojeras. En el mismo sentido confluye el rechazo, u hostilidad, hacia el juicio propio, hacia la elaboración personal de puntos de vista fundados en una exploración de la realidad antes que en la repetición de los estereotipos del sentido común.
Y los costos de esta actitud han sido muy altos en la historia peruana. En la década de 1960, por ejemplo, se consolidó en la izquierda, entre quienes buscaban con pasión la justicia, una visión de la realidad que tenía que ver más con Pekín, Moscú y París que con nuestra realidad inmediata. Muchos alucinaron que la lucha contra el feudalismo, y la reivindicación de la tierra eran el primer paso en la liberación de la injusticia. El feudalismo había desaparecido hace tiempo del campo peruano, pero estaba presente en los textos de Mao, los que se leían como si fueran la Biblia. Y otro tanto ocurría con la izquierda castrista, que veía “obreros clasistas”, protagonistas de la inminente revolución, allí donde la mayoría de la gente eran migrantes, trabajadores por cuenta propia.
Y, ahora, el sentido común emergente, el neoliberal, que apunta al crecimiento económico como supremo bien, nos quiere hacer ver empresarios por todas partes. La idea es que somos dueños de nuestros destinos y que uno llega tan lejos como desea. Entonces el fracaso y la mediocridad son culpa de quienes no se empeñan a fondo. Hay mucho de estimable en estas ideas, pues convocan al esfuerzo y al ingenio. Y es notorio el crecimiento económico de los últimos años. No obstante, es un hecho que la mayoría de los peruanos no son, ni pueden ser, esos empresarios impacientes tal como pretenden los neoliberales criollos. Y, por otro lado, se ignora el costo humano en términos de ansiedad, sufrimiento, depresión y debilitamiento de los vínculos sociales, que produce el llamado permanente al éxito, en términos de acumulación económica. Y no es casualidad que la postulación del éxito como razón de vida haya coincidido con el debilitamiento de la moralidad en nuestro país, con el auge de la delincuencia. Tanto la propia de los profesionales y empleados, la corrupción; como la que está al alcance del mundo popular: robos, extorsiones, asesinatos.