Es interesante ver cómo un candidato presidencial como Javier Milei, que acaba de ser el más votado en las elecciones primarias en Argentina, puede generar fuera de sus fronteras percepciones tan distintas sobre qué implica su irrupción en la política.
Algunos lo ven como la gran esperanza de vacunar a Argentina del desmanejo macroeconómico que ha sufrido por tanto tiempo y del que, por supuesto, tenemos copiosa evidencia. En ese campo están los que añoran aquellas épocas a principios del siglo pasado en las que Argentina fue, de hecho, una potencia económica global. Milei lo podría hacer realidad y, de paso, marcar el rumbo para el resto de la región.
Luego están quienes ven a Milei como el soldado más vehemente y aguerrido de su respectivo bando en lo que entienden como la “guerra cultural”, esa pelea cósmica donde se batalla contra una conspiración internacional progresista alojada en espacios como el Foro de Sao Paulo. Ahí están quienes son críticos acérrimos del kirchnerismo, pero también creen que el macrismo fue y es una opción muy “tibia” para hacerle frente.
Del otro lado hay quienes ven a Milei como un excéntrico sin experiencia gubernamental que afirma recibir mensajes directamente de la divinidad, con un talento especial para viralizar exabruptos que inflaman a su propia base, pero cuyas ideas son políticamente inviables en un país con un punto de gravedad que está lejos de donde él está parado. Podría engendrar un caos si mantiene su agenda maximalista en un escenario en el que no controla el Congreso ni tiene apoyo relevante de los gobernadores de las provincias.
Y luego están quienes lo ven como un ultraderechista que tiene como referentes a Donald Trump y Jair Bolsonaro, que no son precisamente seguidores de la escuela austríaca. Más que su libertarianismo, les preocupa de Milei lo que perciben como un viraje hacia una vertiente autoritaria de conservadurismo que ven en ascenso en la región. Esto es, la “guerra cultural”, pero vista del otro lado.
Pero todo se vuelve más interesante cuando uno va a los detalles. Coincido con Milei, por ejemplo, en su defensa del comercio internacional y su crítica al Mercosur como un acuerdo que, más bien, desvía el comercio en favor de “empresarios prebendarios”. Está en contra de intercambiar con China por una cuestión principista (dice que no quiere comerciar con “países comunistas”), pero que no puede evitarlo si el sector privado lo quiere hacer.
Simpatizo también con su exigencia de reducir el tamaño del Estado, haciendo hincapié en que el argentino es mucho más grande que el peruano en términos comparativos. Pero hay carteras ministeriales que él desprecia y que sí considero importantes (como la de Ambiente). Su libertarianismo muchas veces se manifiesta como anticientífico, lo que no es inusual.
Su apuesta por la eliminación del banco central sí me parece muy arriesgada. Imagínense si en el Perú hubiésemos seguido esa ruta a inicios de los 90 (teníamos las mismas razones que él ahora esgrime para hacerlo). Nos hubiésemos privado de lo mejor que ha tenido el Estado Peruano en décadas recientes. Aquí optamos por un banco central independiente creyendo que era posible, y felizmente lo fue.
El principal problema que encuentro en Milei es su endose de una narrativa muy prevalente en nuestros tiempos de hacer ver como que la solución a todos los males pasa por dinamitar a la clase política y pasarla toda a mejor vida. Es ciertamente una idea seductora, considerando los válidos cuestionamientos que se pueden levantar respecto de las élites políticas argentinas o de países como el nuestro.
Pero esto es al mismo tiempo lo que convierte a Milei en un populista clásico, con un discurso fuertemente antipluralista y polarizante. En un candidato que quiere forzar un entendimiento sobresimplificado de la realidad en el que el único clivaje que hay que ver es aquel que enfrenta a las élites corruptas con el pueblo incorruptible, que él, como ‘outsider’ (que en estricto no lo es), es el único legitimado a representar.
¿Si le dieran a Milei la opción de desaparecer a la “casta”, como él le llama, por medios antidemocráticos, la tomaría? Es verdad que, a diferencia del chileno José Antonio Kast, Milei no calza perfectamente con la definición de “derecha populista radical” que propone Cas Mudde (es populista, autoritario en ciertas cosas y libertario en otras, y no parece nativista), pero su liberalismo económico no parece tener un espejo en su decreciente liberalismo político.
Milei se presenta, más bien, como uno de tantos agentes que, desde la derecha o izquierda, están contribuyendo a que nuestras democracias sean más pendulares, ofreciéndonos alternancia entre extremos, al tiempo que nos aseguran, ingenuamente, que es posible tener (buena) política sin políticos.