Primero, el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) ha actuado de manera impecable al impedir que el sistema político peruano se convierta en una democracia tutelada, o intermediada, por un puñado de magistrados de menor rango.
Desde la perspectiva constitucional, efectivamente, la instancia inferior –es decir, el Jurado Electoral Especial– no solo se excedió en su sentencia sino que inclusive echó sombras de eventual fraude al sancionar al candidato Luis Castañeda excluyéndolo absurdamente de la campaña electoral por supuestamente haber falseado datos de su hoja de vida profesional.
Más allá de los detalles jurídicos del caso, así como de los errores incuestionables en el diseño de la cédula, el caso es medular desde la perspectiva constitucional. Los errores, las inexactitudes y hasta las omisiones en una declaración jurada son asuntos que deben ser corregidos y eventualmente sancionados en la vía administrativa. Un jurado electoral, en cambio, debe abocarse a cautelar que nada ni nadie afecte el bien jurídico tutelado de un candidato, cualquiera sea este: el derecho constitucional a elegir y ser elegido.
La sanción mayor, en todo caso, debe darla el ciudadano con su voto. De modo que solo deberían ser impedidos de candidatear aquellos postulantes a un cargo público que incurran en delito flagrante, tengan sentencia en proceso de ejecución o registren antecedentes penales inhibitorios. En cambio, impedir que un candidato prosiga en carrera mediante recursos excesivos (conste que en este caso no se trataba de una tacha, sino de una ‘exclusión’) supone que peligrosamente un pequeño número de magistrados se irrogue el poder máximo de modular el sistema democrático en sí mismo al decidir quién postula y quién no.
Así, el JNE, correctamente presidido por Francisco Távara, ha sentado jurisprudencia al ejercer lo que se conoce como control difuso. Faltaría solamente que ese colegiado demande la inconstitucionalidad de algunas normas contenidas en la ley electoral.
El segundo fallo notable corresponde a la Corte Superior, que hace unos días declaró fundado el pedido de Alan García de anular los informes y citaciones de la megacomisión por no haberlo citado correctamente. En esa materia no se limita al Congreso para que investigue la conducta del ex mandatario durante su gobierno, sino se impide que un grupo fiscalizador festine trámites, abuse de sus prerrogativas, actúe sin garantías procesales y, peor todavía, despliegue una escandalosa persecución política.
La democracia peruana, bien sabemos, es todavía muy frágil. Pero estos dos fallos, del JNE y del Poder Judicial, devuelven la esperanza en que las tentaciones totalitarias, la arbitrariedad y el abuso del derecho desnaturalicen el sistema. Por eso es irrelevante que a quienes defendemos los principios legales y de constitucionalidad se nos suela tildar de pro apristas, pro castañedistas o pro lo que quieran. La independencia de la opinión, para ser válida, debe estar fundada en la razón del derecho y en la defensa de los principios.
Ojalá, entonces, que faltando tan poco para los comicios municipales y regionales se deje de lado la guerra sucia y la instrumentalización malvada de los recursos y procesos judiciales para que se respete únicamente lo que corresponde a la soberana voluntad de los ciudadanos.