(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Richard Webb

Conversando con el chofer durante un viaje en Cajamarca, le pregunté por la opinión de los cajamarquinos sobre la mina de oro , la más grande de América Latina, ubicada a 48 kilómetros de la capital del departamento. La mina claramente había traído empleo a la zona, pero en elecciones recientes la población había rechazado la propuesta para construir nuevas minas. “Es que en Cajamarca tenemos dos ánimos”, me dijo. Me intrigó su respuesta, y ahora he comenzado a descubrir la omnipresencia del número dos.

Veo el dos cada vez que leo historia. El arqueólogo, por ejemplo, descubre unas ruinas y se pregunta: “¿Qué había aquí? ¿Cómo habrán cortado esas piedras?”. El historiador también averigua el qué y el cómo, pero en su alma la pregunta central se reduce a dos opciones: ¿aprobado o jalado? , en diez volúmenes y numerosos ensayos, recuenta el qué y el cómo de nuestra historia republicana, pero lo que recordamos es que, al final, les baja el dedo a nuestros antepasados. Una república o se logra o no se logra, y no me vengan con términos medios. Basadre siguió alentando, insistiendo en que la república todavía era una posibilidad, pero no cejó en su obligación fiscal.

Esa fijación con dos categorías que tiene el historiador –la aprobación y la desaprobación– no perdona ni siquiera a la historia económica, un terreno inherentemente cuantitativo donde las preguntas centrales nunca son un sí o un no, sino siempre cuánto y cuándo. Producción, ingresos, inversiones, exportaciones, impuestos, todos son números que pueden ser pequeños o grandes, pero difícilmente calificados como éxito o fracaso, salvo que se cuente con teorías de incuestionable aceptación acerca del qué, el cuánto y el cuándo del manejo económico, cosa impensable a estas alturas si recordamos que en un mismo año se otorgó el Premio Nobel a dos economistas cuyas teorías se contradecían frontalmente. ¿Con que cara, entonces, un historiador cualquiera emite un juicio acerca de un suceso económico?

Desde que recuerdo, uno de los términos más usados para describir al Perú es ‘dualismo’. El estereotipo del Perú es el de un país partido en dos, fracturado entre ricos y pobres, indios y blancos, urbano y rural, costa y sierra, moderno y tradicional. En el Prefacio de su historia del Perú, Peter Klaren confiesa: “Mi enfoque es el de la lucha entre la élite hispana y las ‘masas’”. Son miradas dicotómicas que dramatizan, pero pasan por encima muchas diferencias y, además, pierden de vista los cambios lentos que terminan redibujando el mapa, como se ha dado, por ejemplo, con el idioma. Cuando se realizó el censo de 1940 se pudo comprobar que, efectivamente, éramos un país dividido en dos en cuanto al idioma: el 47% tenía el castellano como lengua materna. Hoy, la proporción del castellano ha subido hasta el 83%. Otro cambio gradual, pero que ha transformado al país, es el crecimiento de la clase media. En todos los textos acerca de la estructura económica de los peruanos deberíamos tachar la frase “dividido en dos” y, por lo menos, escribir “dividido en tres”. La misma corrección desdramatizante se requiere para lo étnico, debido a que hoy somos una gran mayoría mestiza (60%), un puñado de blancos (6%), un cuarto quechua-aimara y un salpicado de otros.

Pero el dualismo se reinventa. Quizás han empezado a desaparecer las diferencias entre Lima y el Perú profundo, pero hoy se descubre una nueva bipolaridad que explicaría gran parte de los problemas del país: la formalidad y la informalidad. Con el entusiasmo del descubrimiento, nos convencemos una vez más de haber ubicado una llave del progreso.