Diego Macera

El cuento va más o menos así: “Obvio, el ha tenido un económico enorme en las últimas décadas, ¿pero acaso ha venido de la mano de más desarrollo? Por priorizar ese bendito hemos dejado de lado lo que realmente cuenta: hemos puesto lo económico por encima de lo social, y hemos dejado a su suerte a las grandes mayorías. Eso es insostenible. Necesitamos un cambio de fondo”. O algo por el estilo.

Palabras más, palabras menos, todos hemos escuchado alguna versión de esta idea. ¿Y cómo podría no ser seductora? A pesar de décadas de crecimiento, ¿acaso no tenemos todavía a un cuarto de la población en pobreza? ¿Una salud pública precaria? ¿Niveles de informalidad obscenos? El argumento es convincente, casi intuitivo, y evoca un llamado a la acción que se siente profundo y a la vez virtuoso entre quienes lo formulan. Para cualquier observador mínimamente razonable está claro que se requieren reformas gruesas en varios de los aspectos mencionados, además del político. En la gran mayoría de casos, vale señalar, han sido problemas de gestión pública los principales causantes de la falta de progreso sostenido.

Pero una mirada de más largo plazo y de comparación internacional debería bastar para identificar la solución de fondo. “El crecimiento económico es suficiente, y solo el crecimiento económico es suficiente”, señala sin ambages Lant Pritchett, de la Universidad de Oxford, en un estudio de mayo del año pasado, citado antes también por Waldo Mendoza. Al menos desde el trabajo de Amartya Sen a mediados de los 80, ha sido explícito que el objetivo de la política pública es la mejora de la calidad de vida y de las capacidades de las personas: educación, nutrición, salud, acceso a agua y saneamiento, pobreza multidimensional, etc. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio, de las Naciones Unidas, siguen este enfoque. Al respecto, el punto de Pritchett es sugerente y retador: todas las condiciones materiales de vida mejoran cuando hay crecimiento económico, y solo entonces. Así, en su visión, el crecimiento económico no solo es necesario para el desarrollo –como sea que lo queramos razonablemente medir–; es suficiente. La fuerza de este argumento es enorme.

En su trabajo, Pritchett destaca que casi todas las variaciones de indicadores de bienestar entre países están asociadas con cambios en el PBI per cápita, que estos cambios son aún más pronunciados para países con bajos ingresos, que ningún país tiene altos niveles de PBI per cápita pero bajos de bienestar, y que ningún país tiene altos niveles de bienestar con bajos niveles de PBI per cápita. La relación entre crecimiento y bienestar es robusta a lo largo de casi todos los indicadores de bienestar relevantes y medibles en más de 100 países. En simple, si uno quiere más desarrollo, necesita crecer más. No hay otra forma, no hay atajos, no hay soluciones escondidas esperando ser descubiertas.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya mejoras pendientes para subir el bienestar y que no necesariamente elevan el PBI de forma directa (la mejora de los servicios públicos del Estado, por ejemplo, es urgente). Tampoco quiere decir que todo vale para producir más. Sí quiere decir que construir una dicotomía entre crecimiento y desarrollo es un tremendo error. Con suficiente tiempo y profundidad, crecimiento y desarrollo son simplemente dos caras de la misma moneda. Así, por lejos, la mejor manera de fomentar más desarrollo y bienestar es exigir más crecimiento económico. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, muchos de los principales voceros por el “desarrollo” ignoran, o explícitamente descartan, la importancia del único motor que hace posible pagar por todo ese bienestar anhelado. Esa narrativa no solo es un sinsentido, es un freno activo al mismo desarrollo que pretende promover.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)