Diego Macera

Carlos es un emprendedor a quien conozco de toda la vida. Hace unos años, decidió abrir tres pequeños restaurantes en distintos puntos del país –dos dentro de la ciudad de Lima y uno fuera–. Lo que sigue es un recuento verídico de algunas de sus experiencias –que son las de un pequeño empresario cualquiera– sobre las dificultades de hacer negocio formal cuando la honestidad y la ley están ausentes. He seleccionado solo una o dos anécdotas de cada establecimiento, pero el repertorio es variado.

(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

El primer restaurante en Lima sufrió un cierre municipal por tener cuadros en las paredes y no contar con permiso para ello –así como se lee–. Como sabe cualquier persona del rubro, con márgenes pequeños y fechas de expiración en los alimentos, un puñado de días sin operar puede ser mortal para el negocio. Para tramitar la reapertura del establecimiento –y luego de esperar casi cuatro horas a que el funcionario municipal llegara a la oficina– tuvo que pagar una multa. El permiso para volver a operar, sin embargo, iba a llegar en 15 días –dos semanas en las que el restaurante debía permanecer cerrado–, pero convenientemente un abogado se acercó a ofrecer sus servicios para acortar el plazo: por US$3.000 él garantizaba que la municipalidad respondiese al día siguiente. Carlos no pagó.

En otra zona de la capital, el segundo restaurante de Carlos quería utilizar parte de las anchas veredas frente a su local para poner algunas mesas. Para ello se requería un permiso municipal especial. Un mes después de presentada la solicitud –un trámite relativamente simple–, el funcionario municipal respondió que, si querían que el pedido procediera, les recomendaba contratar con un estudio de abogados en especial –les proporcionó el nombre de la firma–. El estudio de abogados pidió una suma similar a la del caso anterior por volver a presentar una solicitud que ya estaba hecha. Solo así procedió la autorización de las mesas en la vereda ancha.

El tercer restaurante, ubicado fuera de Lima, ha sufrido, como tantos otros, . “Si no hay plata, la gente que trabaja aquí corre peligro”, le dijeron a Carlos. Por ahora, el asunto no ha seguido escalando, pero no se sabe si lo hará, y el susto queda. En el día a día, el principal problema aquí no ha sido municipal, sino de aparente colusión entre inspectores de seguridad del centro comercial donde opera, proveedores de equipos y sus propios trabajadores. Todo diseñado para esquilmar los recursos del inversionista al máximo. Al ser una ciudad pequeña que facilita los arreglos ilegales, razona Carlos, y el vivir fuera, mantener total control sobre el negocio es imposible. Necesita personas de confianza que operen en un ambiente sano. No lo ha encontrado y se arrepiente de haber invertido ahí.

Nada de esto incluye el resto de las dificultades que cualquier otro pequeño empresario enfrenta (competencia desleal de la informalidad, normativa confusa e ineficiente, cargas laborales pesadas, etc.). Tan solo es un recuento anecdótico de lo que un negocio cualquiera puede encontrar en términos de abuso de poder y ecosistemas corruptos.

Este es solo el caso de una empresa, pero es útil para graficar la extensión del problema de la corrupción sobre la actividad privada. Para muchos, la experiencia de Carlos es representativa de lo que implica intentar mantener negocios formales en el Perú, y de dónde se terminan yendo las ganancias. Esto desanima a cualquiera. En vez de arriesgar y poner los restaurantes –creando bienes, trabajo e impuestos en el camino–, Carlos podría haber decidido invertir su capital fuera del país. A lo mejor para la siguiente lo hará.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)