¿Privatizar o no privatizar? En otras épocas los bandos enfrentados por este dilema estaban más claramente definidos. Había una infinidad de empresas estatales, la gran mayoría de las cuales se gestionaba de forma desastrosa, lo que hacía pensar a algunos que no había mejor alternativa –o más remedio– que ponerlas en manos de gestores privados, mientras que otros pronosticaban que esto llevaría invariablemente a una combinación funesta de Estado escuálido y ciudadanos esquilmados.
De cualquiera que tome posición en ese debate, se podría decir que está ‘ideologizado’ en tal o cual sentido. Pero en este dilema en particular –el del Estado subsidiario vs. el Estado empresario–, la evidencia favorece contundentemente a quienes se alinean con lo primero, más allá de que el perdurable romanticismo de otros respecto de los ‘sectores estratégicos’ mantenga viva su fe en que se puede seguir insistiendo sin volver a tropezar con la misma piedra.
Más curioso es cuando, en tiempos como el presente, se abre una polémica en respuesta al supuesto intento de “privatizar” Machu Picchu. ¿A quién en su sano juicio se le ocurre sustraer a esta maravilla del mundo moderno de “lo público” para dejar que entre privados se la levanten en peso? Tremendo atrevimiento del Ministerio de Cultura, que debería ser, más bien, el principal guardián de lo “no privado”.
Pero esta indignación dura hasta que uno se da cuenta de que, con bastante frecuencia en el Perú, quienes advierten de la privatización como si fuera la llegada del apocalipsis son –oh, sorpresa– actores privados que tienen arreglos mercantilistas con el Estado, y la defensa de “lo público” es, en realidad, la protección de un negocio.
Dos ejemplos. Quienes favorecen que un porcentaje de las entradas al santuario inca se siga vendiendo en físico en Machu Picchu pueblo habiendo sospechas claras de fraude en los registros, ¿están defendiendo lo público o será que un grupo de ellos está protegiendo su muy privado bolsillo?
Cuando el Estado dilapida recursos en una empresa estatal quebrada como Petro-Perú pudiendo destinarlos a usos muchísimo más beneficiosos como construir escuelas o centros médicos, ¿está realmente defendiendo “lo público” o está salvaguardando los intereses más crematísticos de algunos dirigentes sindicales que hoy controlan la gestión de la empresa y hasta el ministerio del rubro, o acaso los intereses de políticos que pueden influir en el plan de compras de la petrolera estatal?
Hay quienes piensan que la peruana es una economía “neoliberal” hasta el tuétano. A juzgar por la informalidad reinante, parecería más bien una suerte de orden espontáneo anarcocapitalista que no es particularmente seductor para quienes lo padecen. Pero si la informalidad es una característica muy visible de nuestra economía, otra que anda muy agazapada, inclusive entre quienes se presentan falsamente como defensores de “lo público”, es la preponderancia del mercantilismo.
Me refiero a esa mentalidad que, incluso desde el sector privado, ve al Estado como un botín (sobran los ejemplos en el sector construcción), asume que el objetivo de la política pública es garantizarle a uno rentas sin tener que competir por ellas, y está convencida de que el Estado debe privilegiar el interés de quien produce algo sobre el interés de quien lo consume.
Esto último es lo que distingue un modelo económico promercado de uno promercantilista, y lo que tenemos en el Perú es, en el papel, lo primero, pero, en la práctica, algo más parecido a un capitalismo de amigotes (‘crony capitalism’), donde lo que entrega el Estado no son bienes públicos orientados a beneficiar a todos por igual para que compitan meritocráticamente, sino oportunidades de sacar provecho a quienes están circunstancialmente cerca del poder. A todo nivel, desde el que le habla al oído al presidente de turno, hasta el que tiene un pequeño negocio como contratista municipal porque es amigo del alcalde.
La privatización –desde mi sesgo ideológico, claro está– no es, per se, la amenaza que algunos describen. Un Estado puede quedarse con la titularidad de una función y delegarla a un gestor privado que puede ejecutarla mejor, o puede concluir que una buena política pública desde un rol regulador es mucho mejor herramienta para favorecer al ciudadano que intervenir directamente como empresario. Pero lo que sí debe quedarnos claro es que la privatización tiene una versión pervertida que es el mercantilismo, y contra esa sí que debemos cerrar filas.