Desde que se publicaron los datos económicos de la primera mitad de este año, hay una pregunta que ha estado dando vueltas en los medios de comunicación y en los debates de coyuntura: ¿está el Perú en una recesión o no?
Hay dos maneras de abordar esta cuestión. La primera respuesta, la técnica, es que, a pesar de la contracción del producto y de la inversión, por ahora es difícil asegurar que estamos en una recesión clásica porque otros indicadores claves –como el empleo y el crédito– se han mantenido relativamente firmes y porque parte de la caída ha tenido que ver con factores estacionales (el clima). Todavía es temprano para dar un veredicto definitivo.
La segunda respuesta, la de fondo, es que no importa tanto. Es cierto que los dolores que suelen acompañar cualquier proceso de contracción económica son muy reales y no deben subestimarse: pérdida de empleo, peor alimentación y menos acceso a salud y educación, incremento en la criminalidad, etc. Pero la etiqueta de “recesión” no nos ayuda mucho a entender la naturaleza del problema ni su duración.
La recesión global ocasionada por el COVID-19, por ejemplo, fue violenta, pero la mayoría de países se recuperaron con rapidez durante finales del 2020 y todo el 2021. Otras, como la crisis financiera global del 2008-2009 o la asiática de 1997-1998, tienen consecuencias algo más duraderas. En muchos casos, lo que hacen las recesiones es evidenciar desequilibrios previos y toma un tiempo hasta que los mercados se ajustan a los nuevos precios y la nueva realidad.
¿Qué cosa es, entonces, más grave que una recesión temporal? Lo que estamos viviendo hoy en el Perú. En un ejercicio contrafactual, en ausencia de lluvias excesivas en el norte y sequías en el sur durante el 2023, es implausible que el país hubiese crecido más del 3% este año. Para el 2024, el consenso de mercado proyecta el crecimiento del PBI en cerca del 2,5% –asumiendo, probablemente, un fenómeno de El Niño moderado entre enero y marzo– y, para el 2025, no más del 3%. El FMI estima que, entre el 2025 y el 2028, la expansión de la economía nacional será del 3%. Esas son tasas mediocres para cualquier país en desarrollo. De no hacer nada diferente a lo que se espera que hagamos en los próximos años, el peruano promedio recién tendrá el ingreso por persona que tiene hoy el chileno promedio en el 2050. En otras palabras, la situación es más grave porque de una recesión se puede salir al año, pero del proceso de desaceleración estructural que estamos viviendo no.
Por supuesto, hay vasos comunicantes. El descomunal impacto del COVID-19 sobre la economía peruana, esa recesión que explicó un colapso del 30% del PBI en el segundo trimestre del 2020, tiene responsabilidad: empresas pequeñas se descapitalizaron, el mercado laboral se debilitó, se perdieron años de formación en capital humano, solo por mencionar algunos efectos de largo plazo. Y a ello se suma la caída en la confianza que significó la presidencia de Pedro Castillo y que ha tomado mucho más tiempo del anticipado en recuperarse. Pero los problemas estructurales vienen de más atrás.
Lo riesgoso de este escenario es que, a diferencia de una recesión clásica en la que todas las alarmas están prendidas para combatir sus efectos inmediatamente, aquí no hay campanazo de alerta. No hay noticias cubriendo el tema incesantemente (a nadie le resulta muy llamativo una tasa de crecimiento del 2% o 3%; es solo aburrida). Se trata, más bien, de un opaco camino de deterioro que no despierta mayor compromiso político ni mayor interés. Y quizá la mejor evidencia que se puede ofrecer sobre la naturaleza perniciosamente sigilosa de este proceso es que ya estamos aquí desde hace diez años, y nadie dijo mucho.