Necesitamos productos como arroz, ropa y casa para sostener la vida, además de maquinarias para producirlos y vehículos para transportarlos. Es lógico, entonces, que la gestión económica de un país se mida principalmente por el valor de producción de esos bienes –la cifra del PBI– dejando en un segundo plano el tema de lo que estamos haciendo con esa vida tan duramente lograda. Sin embargo, esa mirada es como evaluar un automóvil solo en base a la gasolina consumida. Si el “vehículo” es la economía entera, y a la vez una gran parte de nuestra atención y vida en general, haría falta una mirada más allá de ese carro, o sea del producto bruto interno (PBI).
Una alerta, por ejemplo, son las cifras de suicidio. Corea del Sur es una de las economías más celebradas por su dedicación al trabajo y extraordinario éxito económico, pero registra una de las tasas de suicidio más altas en el mundo. Puede ser coincidencia; no obstante, en Latinoamérica la tasa de suicidio más alta se registra en Uruguay, que también es el país con el mayor ingreso por persona en la región. Pero mucho más importante que la cifra del suicidio es la esperanza de vida, o sea, el número de años de vida que goza la raza humana. Todo el esfuerzo que se hace para producir las necesidades de la vida tiene como primer objetivo esa simple sobrevivencia. Sin embargo, durante el último siglo el vasto esfuerzo de las economías del mundo para lograr su mera sobrevivencia recibió una ayuda extraordinaria de la ciencia y la tecnología. Casi de un día para otro se redujo drásticamente la muerte temprana. El plazo de vida humana se dobló, pasando del rango entre 30 y 40 años que era normal hasta hace un siglo, a un rango entre 70 y 80 años en la actualidad. En el Perú, el salto se dio recién durante el siglo XX, pasando de una expectativa de vida promedio de 33 en 1940 a su nivel actual de 76, cifra casi igual a la de 81 años de Gran Bretaña y cifras similares de los otros países más desarrollados del mundo. Sin embargo, si bien el costo del avance tecnológico fue mínimo, el costo del mantenimiento día a día de esa explosión demográfica produjo un drama nunca antes vivido por la raza humana, multiplicando la carga sobre el PBI, tanto los alimentos como las otras necesidades básicas de la vida.
Si bien todo indica que en casi todo el mundo el PBI está respondiendo al reto de la masificación humana, empiezan a surgir problemas que no son de simple insuficiencia de las necesidades de vida sino de desadaptación social, tanto a nivel personal –el caso de los suicidios– como a nivel social y político –la pérdida de fuerza de religiones establecidas, la explosión comunicativa y los nuevos extremismos políticos–.
Lamentablemente, el debate público sigue definido mayoritariamente por los problemas anteriores de un PBI insuficiente y mal distribuido y, en consecuencia, estamos mal preparados para afrontar los retos de un nuevo mundo “pos-PBI”, en el que los problemas tendrán que ver más con aspectos de la psicología humana que con una falta de pan, de zapatos o de techo. Felizmente contamos con alguna ayuda académica en el Perú para afrontar ese nuevo reto, como son las investigaciones de la politóloga peruana Carol Graham, dedicada hace varias décadas en EE.UU. al estudio de la felicidad y de la esperanza a través de encuestas en diversos países, además de unos muy pocos académicos en el Perú, como César Moro y Jorge Yamamoto de la PUCP en Lima. Pero el primer paso para afrontar un mundo “pos-PBI” tiene que consistir en abrir los ojos a esa nueva realidad.