En medio de la discusión sobre las revelaciones incriminatorias del exasesor del Ministerio Público Jaime Villanueva, ha (re)aparecido un debate fascinante sobre cómo ingresa la política a la educación escolar.
Esto, a propósito de un proyecto de ley presentado por el Ejecutivo para modificar la Ley de Reforma Magisterial, con miras a destituir o bloquear el ingreso a la carrera docente de cualquier persona que esté vinculada a “una organización, movimiento o cualquier forma de agrupación cuya ideología o actos sean contrarios al orden constitucional, al sistema democrático y/o al respeto a los derechos humanos”.
Qué objetivo más loable, pensaría uno al revisar esta iniciativa legislativa si no tuviera mayores referencias del contexto peruano. Pero sucede que uno de los ámbitos en los que se manifiesta nuestra polarización política es en la percepción que tenemos sobre qué sector ideológico tiene –o debería tener– “capturada” a la docencia en el Perú.
El carácter de urgencia con el que se presenta este proyecto solo se explica si uno asume que hoy un número grande de escolares está siendo sometido a una suerte de imposición artera de ideales antidemocráticos y de todo tipo de justificaciones del uso de la violencia como método para alcanzar el poder, y que esto hay que pararlo ya mismo. En la exposición de motivos, el Gobierno alude directamente al Movadef, organismo de fachada de Sendero Luminoso, y a otros grupos que “han logrado captar y/o infiltrar a docentes de la carrera pública magisterial”.
Del otro lado del espectro ideológico, se señala que esta iniciativa no es más que otra manifestación del llamado “terruqueo”, una suerte de persecución política que establece sus objetivos de manera suficientemente ambigua como para poder excluir de la docencia no solo a quienes efectivamente endosen el uso de la violencia –lo que sí se justificaría, a mi juicio–, sino de manera más general a cualquiera que tenga una visión disidente del statu quo “neoliberal”.
¿Cuán grande es el problema que el Gobierno dice estar queriendo solucionar? No lo sabemos a ciencia cierta; el proyecto de ley no es claro en ese sentido. Pero sí aprecia uno que este debate se nubla porque mucha gente cree que las escuelas son, en efecto, un espacio de captura ideológica. Que uno debe impedir que quienes están en la otra orilla política consigan ese objetivo, para así poner a docentes con los que uno esté ideológicamente alineado, para que terminen haciendo precisamente aquello que uno decía que estaba mal que hicieran los otros.
Hay una forma distinta –y mejor– de aproximarse a este debate. Esta no es ni debe ser una competencia por ver quién logra manipular a los estudiantes con sus propias ideas.
Si realmente valoramos la democracia, tenemos que hacerles ver por qué es importante, promoviendo activamente el ejercicio de valores democráticos en el aula misma. Y uno de esos valores –el que más nos cuesta practicar estos días– es el pluralismo político, vale decir, la capacidad de entender que muchos temas despiertan visiones discrepantes en la sociedad, y que es normal que eso ocurra.
Para gestionar ese pluralismo, uno requiere desarrollar ciertas virtudes como la curiosidad, la apertura de mente, el pensamiento crítico, la empatía, la tolerancia y el respeto. Todas, virtudes que uno debería aprender en la escuela, y mientras más temprano, mejor.
De manera que yo plantearía este dilema de forma inversa a como lo está haciendo el Gobierno y le preguntaría a este: ¿Qué están haciendo, más allá de proponer el camino fácil, pero potencialmente arbitrario de censurar a determinados docentes, para asegurar desde el Ministerio de Educación que nuestros escolares estén recibiendo una educación que les inculque efectivamente valores democráticos? ¿Qué herramientas pedagógicas se están utilizando para que puedan vivir la democracia desde el aula, de tal modo que luego sea absolutamente natural para ellos defenderla?
En países como el Reino Unido hay pautas muy claras y hasta jurisprudencia sobre cómo los docentes deben manejar la imparcialidad en temas políticos, porque se busca formar estudiantes que muestren “entendimiento y respeto por las legítimas diferencias de opinión”. En el Perú, la educación cívica es una lágrima. Estamos ahora preocupados por bloquear la enseñanza de valores antidemocráticos en la escuela, cuando ni siquiera nos hemos ocupado de enseñar bien los que sí nos interesa promover.
Si nos cuesta tanto escucharnos entre peruanos porque creemos que nuestras ideas distintas nos convierten en enemigos, quizá sea porque no tuvimos un profesor en la escuela que nos enseñara que se puede discrepar con respeto y hasta cariño, reconociendo la humanidad y la dignidad de quien está en la posición contraria. Si realmente queremos cambiar el país, necesitamos más docentes que sepan hacer eso.