¿Cuál fue el último año en el que el Perú no tuvo un suceso político o evento natural de grandes proporciones? Vale la pena hacer una brevísima revisión, empezando por lo más cercano.
El 2023 se inició con las protestas más grandes y violentas de la década y continuó con altas temperaturas, heladas, lluvias y sequías. El año anterior a ese estuvo marcado por un embate sistemático al aparato público a cargo de la administración del entonces presidente Pedro Castillo (la tensión fue constante) y coronado nada menos que por un intento de golpe de Estado en diciembre. El 2021 tuvo las elecciones presidenciales más divisivas de la historia reciente, que culminaron con la victoria del candidato más improbable y menos preparado, y aún rezagos de la pandemia que consumió el 2020. Durante este último período, además del COVID-19, el país vivió elecciones congresales extraordinarias en enero y la vacancia presidencial de Martín Vizcarra en noviembre, seguida de nutridas protestas y la efímera presidencia de Manuel Merino. En el 2019, Vizcarra sacudió las estructuras democráticas con el cierre del Congreso, en tanto que en el 2018 la noticia más relevante fue la renuncia del ahora expresidente Pedro Pablo Kuczynski, motivada por una amenaza de vacancia por incapacidad moral permanente. En el 2017 soportamos el fenómeno de El Niño (FEN) más potente del siglo XXI y en el 2016 tocaron otros comicios generales de película. La seguidilla ha sido abrumadora.
En suma, van por lo menos ocho años en los que el Perú no tiene un período anual de relativa estabilidad. Para cualquier país, eso es un exceso que roza lo absurdo y, sin duda, explica buena parte de la caída en el crecimiento potencial.
¿Podría el 2024 ser el primer año con algo de calma general? A juzgar por la historia reciente, no es mala idea tener bien puestos los cinturones de seguridad. Al mismo tiempo, tampoco es descabellado pensar que –si el FEN termina siendo menos grave de lo anticipado– este año que recién empieza podría ver algo de predictibilidad mientras se prepara la cancha para las elecciones generales del 2026.
Los motivos son varios. Desde el lado político, el precario equilibrio entre poderes del Estado ha demostrado ser más resiliente de lo anticipado a inicios de la gestión del Ejecutivo y –para bien o para mal– no se esperan demasiados sobresaltos de la administración de la presidenta Boluarte. Aquí, los principales riesgos vienen del Congreso. Desde el lado económico, la inflación finalmente debería volver al rango meta en los próximos meses –con la implicancia que ello tiene sobre las tasas de interés–, actividades como pesca y agro normalizar parcialmente su ciclo, el cobre mantenerse en buen precio y sectores claves como construcción y servicios recuperar dinamismo. En el plano internacional, a pesar de los conflictos en Israel y Ucrania, el escenario base sigue siendo uno de relativa estabilidad, con una reducción progresiva de tasas de interés en los bancos centrales del mundo desarrollado hacia la segunda mitad del año. Con ese panorama, lo esperable es que siga una (lenta) recuperación de la confianza en el país.
Lógicamente, los problemas estructurales que venimos arrastrando no se solucionan con un año de calma. De hecho, es posible que sean estos mismos problemas los que hagan muy difícil lograr esos 12 meses y, aun si lo logramos, nada garantiza que el 2025 o el 2026 entremos a aguas mansas. Pero el país –y su institucionalidad y economía– agradecerían muchísimo un respiro. Si para nada más, por lo menos para ganar confianza y demostrar que sí se podía.