Lo que nos altera del COVID-19 es su carácter universal. No hay espacio en el mundo que esté libre de su amenaza, y no hay remedio contra él. Estas características lo hacen aterrador. Por lo inevitable, ha generado una conducta de salvación (cuarentena, limpieza, distancias para evitar el contagio, etc.) que no pasa de ser una esperanza incompleta. ¿Cuándo fue la última vez que el planeta Tierra tuvo frente a sí un peligro semejante?
Lo más parecido es posible hallarlo escrito en el sueño y visiones de Daniel 7, 1-27, o bien en el Apocalipsis (Juan 20, 1-13). La interpretación de estos textos bíblicos ha sido relacionada con el anuncio de catástrofes irremediables que significarían el fin del mundo conocido. Si nos concentramos en el Apocalipsis (Juan 19, 20-22), vale recordar que se evoca a “la serpiente antigua que es Satanás que es encadenado por mil años […]. Cuando terminan los mil años, Satanás será soltado de su prisión, saldrá a engañar a Gog y Magog, es decir a las naciones de los cuatro extremos”, es decir a toda la Tierra. Pero su intento será inútil porque bajará fuego del cielo y lo devorará a él y a sus huestes. Más aún, el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis, nos afirma que después de esta segunda venida de Cristo, establecerá un reino mesiánico en la tierra y gobernará por mil años antes del juicio final.
El mesianismo como esperanza colectiva y ritual de preparación extendió su denominación a toda actividad que desarrollaba esta actitud en toda colectividad, que esperase la transformación del mundo conocido, generalmente injusto y lamentable, que acaecería en corto tiempo, que introduciría tiempos de bienaventuranza y que se llevaría a cabo con intervención de lo sobrenatural.
Como es fácil de advertir, judíos y cristianos comparten esta esperanza mesiánica dentro de escatologías muy diferentes, pero el uso de estos dos términos (milenarismo y mesianismo) se ha generalizado en los estudios sociales. Conviene tener presente que el desarrollo de una colectividad que asume un pensamiento mesiánico, no suele ser bien recibido por ninguna sociedad ya establecida y con una religión oficial, dado que sus seguidores estarían quebrando el orden del Estado o de una estructura política organizada.
Curiosamente, al revisar lo sucedido en el año mil de nuestra era, por lo menos a través de la pobre documentación existente, no parece justificarse ninguno de los temores que habían sido inspirados por las Sagradas Escrituras. Muy pronto, los oficiales de la Iglesia Católica explicaron que los “mil años” no corresponden a una información cronológica, que se trata de una alegoría que no puede atribuirse a fechas pasadas o futuras. Quizá el desmentido con respecto a la exactitud de lo que podría haber sucedido o sucederá al fin del milenio, ya había sido respondido en el Nuevo Testamento: conversando con sus discípulos, Jesucristo les dijo: “Por lo que se refiere a ese ‘día’ y cuando vendrá, no lo sabe nadie, ni los ángeles del Cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre” (Marcos 13, 32).
La idea de la destrucción de la humanidad como respuesta a sus pecados y la llegada de una nueva era de seres diferentes es una constante posible de encontrar en casi todas las sociedades.
En los Andes ha debido repetirse en no pocas oportunidades. Son muchas las comunidades indígenas que nos relatan la historia de los gentiles o awkillos, la humanidad que precedió a los incas y que desapareció cuando sus dioses decidieron su fin, haciendo surgir dos soles que desataron tal calor que los obligó a sepultarse en cavernas o bajo las paredes y techos de sus construcciones. Tal escena se repite incluso en una de las más conocidas tablas de Sarhua. Por eso es que, cuando se camina cerca de los monumentos precolombinos, hay que hacer una ofrenda para evitar el resentimiento de quienes aún viven en las sombras, añoran los tiempos pasados y envidian a la humanidad presente.
A inicios de la colonia, la condición de los indígenas propició otro fin del mundo, que reclutó sus creyentes especialmente entre los indígenas de la sierra central. La prédica del movimiento anunciaba la llegada de una nueva sociedad, en la que solo sobrevivirían quienes participasen en la nueva fe, que tomó el nombre de “enfermedad del canto” o “Taki Onqoy”. Un dios que volaba por los aires en una canasta, y un líder que recitaba sus promesas, anunciaron que los dioses precolombinos habían resucitado, que Cristo había sido derrotado y, en consecuencia, los españoles serían arrojados al mar, y los indígenas cristianizados serían convertidos en guanacos y vicuñas que se precipitarían desde la cumbre de las montañas en castigo por su obsecuencia.
La nueva enfermedad nos llega sin promesas, no hay Mesías a la vista, ni curación probada, ¿Qué sociedad nos espera?