"Esto no quiere decir que se deba contemplar pasivamente el proceso electoral". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Esto no quiere decir que se deba contemplar pasivamente el proceso electoral". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

En su libro “El arte de hacer menos”, Ari Meisel cuenta que él mantenía una carrera profesional exitosa, pero el costo era un ritmo de trabajo extenuante que lo llevó cerca del colapso mental y físico. Confrontado con su propia fragilidad, abandonó todo. Desde entonces, Meisel se dedica a escribir y asesorar personas sobre distintas maneras de lograr mejores resultados con estrategias más inteligentes, menos intensivas en trabajo, y que evitan lo que no saben hacer bien.

Algo de esta sabiduría puede aplicarse al frenesí que han despertado los resultados de la primera vuelta electoral peruana. Con la altísima polarización y el país en juego, organizaciones e individuos han saltado o pretenden saltar a la arena política para ayudar a que su preferencia electoral prime sobre el contrincante. En la gran mayoría de casos, estos son esfuerzos bienintencionados y perfectamente naturales: si nos preocupa que determinado candidato o candidata vaya a causar un daño tremendo, incluso lo moralmente responsable será remangarse la camisa y poner manos a la obra para contribuir –en la medida de nuestras posibilidades y con transparencia– a que no se materialice el peor escenario.

Sin embargo, y a menos que esté muy bien calibrado, el ímpetu puede lograr el resultado contrario. Un primer punto sensible es distinguir a las instituciones o personas que pueden meterse de lleno al activismo político de las que no pueden o deben. Un ejemplo claro es la prensa: los espacios editoriales y de opinión no deben confundirse con las coberturas objetivas. Es humanamente imposible limpiarse de todo sesgo, pero una prensa abiertamente activista pierde seriedad e impacto. Al final, si de influir se trata, la credibilidad del medio será siempre lo más importante.

Otro ejemplo son las organizaciones privadas o de la sociedad civil –grandes o chicas– que, dado lo que hay en juego, desean ser proactivos a favor de lo que creen correcto. Lamentablemente, en el apuro, la inexperiencia en estas lleva a muchos a cometer errores que son gustosamente aprovechados por el partido rival.

Cualquier organización o persona tiene el derecho de respaldar transparentemente a quien prefiera, pero cuando estos respaldos son insensibles, polarizadores, o carecen de un mínimo de empatía por las preocupaciones del otro, suelen tener el efecto contrario. Y la construcción de un marco apropiado para entendernos a nosotros mismos y ser efectivos en la comunicación –desde la psicología, sociología, y demás herramientas– no se hace en pocas semanas. Lo mismo aplica para quienes desde las redes sociales desmerecen o agreden a quienes no coinciden con su preferencia electoral: solo están proveyendo de material al bando contrario. En política, el abrazo del oso es bien conocido y hay sumas que restan.

Esto no quiere decir que se deba contemplar pasivamente el proceso electoral. Por el contrario, el país necesita ciudadanía políticamente involucrada. Y hacer mejor lo que ya sabemos hacer bien es quizá el modo más indicado de contribuir. Desde los medios de comunicación, informando con veracidad sobre las fortalezas y riesgos de cada opción política. Desde las asociaciones sindicales y empresariales, defendiendo con transparencia los intereses legítimos de sus miembros frente a malas ideas de política. Desde las universidades, asociaciones profesionales y centros de investigación, analizando las propuestas de campaña con seriedad. La política profesional que la hagan los políticos.

A pesar de las buenas intenciones y de la preocupación real que pueda despertar algún candidato o candidata, como diría Ari Meisel, si no tenemos las herramientas indicadas, a veces hacer menos es lograr más.

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