Calamidades que no tienen nombre y otras que sí lo tienen, como el COVID-19, nos recuerdan, como ahora, el largo y complejo camino de la civilización y aquel otro corto y fácil de la barbarie.
Tanto cuesta tener una actitud seria y responsable ante una crisis de la magnitud que nos envuelve como no cuesta nada tirar esa actitud por la borda. Esa es la diferencia entre un camino y otro.
Esperábamos que frente a un enemigo común como el coronavirus, tendríamos, al interior de cada país, una mínima respuesta organizada que armonizara los derechos a la salud y a la vida con los derechos a la subsistencia y sostenibilidad económica.
Lamentablemente vemos en el primer y tercer mundo una marcada oposición a esa mínima respuesta organizada y armonizada como también una marcada inutilidad de los gobiernos para construirla de la mano de sus sociedades.
Suecia y el Perú parecen ser, por ejemplo, las dos caras de la misma irónica medalla de hacer lo más grande posible el contagio del COVID-19. Suecia lo hace con estrategia, buscando generar anticuerpos en un contagio de rebaño. El Perú, sin estrategia alguna, no sabe qué hacer ni con las pruebas de detección y seguimiento ni con el contagio masivo ni con las muertes que no sabe evitar y menos contar. No es el único país en el mundo en el que la inutilidad gubernamental es singularmente premiada con una alta aprobación en las encuestas.
Esperábamos también que hubiera una mínima respuesta mundial organizada, capaz de demostrar que el nuevo orden salido de la segunda gran guerra y que ha pasado por otras traumáticas experiencias de violencia y terror, es algo más que un espantapájaros.
Sin embargo, quienes habitamos heterogéneamente este planeta, parecemos no solo haber elegido vivir más cerca de la barbarie que de la civilización, incluidas nuestras instituciones nacionales e internacionales, sino al margen de los derechos y valores comunes a todos, al punto de ignorarlos y violentarlos en su esencia.
No debería sorprendernos entonces que millones de personas, a nombre de derechos que consideran legítimos, se rebelen, en los momentos de mayor contagio mundial de la pandemia, contra el uso indispensable y obligatorio de tapabocas, en un evidente atentado no solo contra sus propias vidas sino contra las de los demás, que son también millones.
Cualquier invocación a las libertades individuales, tan legítimas, pierde todo sentido desde que la ausencia del respeto por la salud y la vida del otro nos devuelve a la tendencia irracional de romper una y otra vez aquellas básicas reglas de convivencia humana que lamentablemente no parecen haber evolucionado como otras.
Inclusive el desesperado anhelo de medio mundo por la producción y distribución urgente y masiva de vacunas contra el COVID-19 choca fuertemente con la manifiesta oposición de medio mundo a recibirlas. Si de por medio están ciertos códigos religiosos o ideológicos también lo están aquellos otros cargados de indiferencia y xenofobia. Tanto se sospecha de la producción y controles de la calidad de las vacunas chinas o rusas, como de las vacunas estadounidenses e inglesas. Entretanto, las autoridades sanitarias mundiales, que debieran construir garantías de transparencia, orden, conducción y entendimiento respecto de la pandemia, lucen, como la OMS, colgadas de sus siglas.
Ciudadanos, gobiernos, empresarios y hasta científicos parecemos estar jugando al buen salvaje en medio de una pandemia que no nos permite prever nada, excepto calendarios electorales aquí y allá que no sabemos a qué nuevas manos democráticas o autoritarias podrán llevarnos o quizás a las mismas de siempre.
No es el buen salvaje en el que pensaba Rousseau, fruto del ideal de un hombre en estado natural no contaminado por la civilización, sino el buen salvaje de nuestro tiempo que tanto se aleja de la civilización como de todo contrato social que lo obligue a respetar los derechos de las mayorías y minorías.