El candidato se acomodó la mascarilla sobre la nariz y subió al pequeño estrado improvisado alrededor del cual se congregaban un par de docenas de simpatizantes. “Les prometo que durante mi administración tendremos un crecimiento económico gradual y, al cabo de cinco años, habremos puesto las semillas para que los siguientes cinco sean un poquito mejores”. “No crearemos millones de empleos cada año, como prometen otros”, continuó, intentando mantener el interés de su pequeña audiencia, “pero fomentaremos más productividad para que cada familia vea moderadas mejoras en sus ingresos al cabo de un tiempo”. Un tímido aplauso de dos o tres personas fue el resultado de sus líneas; los demás ya se habían ido.
Después de todo, ¿quién votaría por alguien que propone algo tan soso? ¿No estamos acaso en una crisis que requiere medidas extraordinarias? ¿Un golpe de timón? Las elecciones, es bien sabido, se ganan con promesas de cambio que apelen a las expectativas y emociones de la gente, más aún en momentos como este. Cualquier cosa que suene a continuismo, gradualidad o piloto automático debe evitarse.
Y, sin embargo, la gran lección a lo largo de la historia es que no hay recetas mágicas para multiplicar empleos e ingresos de la noche a la mañana y mantener estos cambios en el tiempo. Quienes prometen hacerlo usualmente logran justo lo opuesto, o beneficiar solo a algunos a costa de todo el resto. Los incrementos en la productividad –que al final del día son lo único que hace la diferencia– toman tiempo, son complicados, y dependen de muchos factores, varios de los cuales el gobierno no controla de forma directa.
Esto sin duda suena, y es, aburrido. Queremos escuchar historias de grandes gestas. De nosotros mismos, que nos cuenten que estamos del lado de la verdad y de la justicia, y de cómo vamos a batirnos en las urnas contra esos otros responsables de la desinformación y la pobreza. Queremos escuchar más de esa bala de plata que los enemigos del desarrollo nos han negado por su mezquindad e intereses ocultos. Si tan solo hiciéramos esto o lo otro, nos decimos, solucionaríamos nuestros problemas. La política –y a fin de cuentas los países– se construye de estas narrativas, pero ni la vida ni la economía vienen en ediciones dicotómicas de blanco y negro. Siempre es más difícil.
Nada de esto quiere decir que no haya cambios profundos por hacer. El vergonzoso sistema de salud peruano tiene que repensarse desde la raíz. Los mecanismos de inversión pública deben ser puestos de cabeza. Un debate honesto sobre la descentralización está pendiente. El fomento de la competencia en mercados concentrados es prioridad. Y no se pueden seguir pateando las reformas respecto a la baja protección social, la informalidad, y la enana base tributaria. Los resultados de todos estos esfuerzos, no obstante, no serán inmediatos, tomarán varios años en madurar, y se traducirán en mejoras graduales aunque sostenidas. Este es el camino lento, pero lamentablemente es también el único que funciona. Lo demás son falsas promesas.
Las demandas de cambio radical inmediato, por supuesto, son perfectamente entendibles entre quienes sienten que el actual sistema los ha excluido. Pero el desarrollo no ofrece muchos atajos. Estos últimos son, en realidad, caminos sin salida. El Perú podrá ser un país con calidad de vida similar a la de algunas naciones del primer mundo para la gran mayoría de sus ciudadanos en tres décadas si hacemos las cosas bien desde hoy. Parafraseando una frase atribuida a Abraham Lincoln, se puede mejorar rápido el ingreso de algunos permanentemente o se puede mejorar rápido el ingreso de todos por un tiempo limitado, pero no se puede mejorar rápido el ingreso de todos permanentemente. Esto toma esfuerzo diligente y sostenido. El candidato aburrido pero responsable lo sabe; el votante aburrido pero responsable también.
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