El COVID-19 golpeó a los países de América Latina cuando la región ya estaba sufriendo tensiones políticas debido a varios años de lento crecimiento y gran descontento popular, a consecuencia de la corrupción y de una serie de servicios públicos deficientes. Este descontento se manifestó, mayoritariamente, en la derrota de los partidos predominantes, en el ascenso al poder de ‘outsiders’ populistas en Brasil y México, y en una ola de grandes protestas el año pasado, especialmente en Ecuador, Chile y Bolivia.
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Globalmente, los ciudadanos buscan protección frente a sus gobiernos y, si pueden permitírselo, buscan un seguro. Los acontecimientos vividos durante la crisis del COVID-19 son un ejemplo trágico de ello. Virólogos, epidemiólogos, ecologistas y diversos especialistas han advertido durante décadas sobre los peligros de una enfermedad similar.
El efecto inmediato de la pandemia ha sido fortalecer a los presidentes en varios países. Sin embargo, en los próximos meses, cuando prolifere la crisis económica, la gente no conectará la crisis económica con el virus.
Hasta hoy, una crisis económica era un evento de baja probabilidad en el Perú. Ahora, sin embargo, su impacto será demoledor. Nuestra clase política revela, en cambio, una preferencia por ignorar este escenario hasta que se vea obligada a reaccionar. Esta es una abdicación de la responsabilidad y una traición del futuro.
Entonces, a un año del cambio de gobierno, ¿qué dirección política tomará el voto popular el próximo año? Siendo optimistas, una de las principales lecciones de la crisis del COVID-19 podría ser que los gobiernos democráticos, armados con herramientas y estrategias basadas en la ciencia y en la apertura, están haciendo un mejor trabajo que los populistas, y que, por consiguiente, los votantes los recompensarán en su búsqueda por una visión y reformas.
Al populismo se le identifica con un conjunto de políticas económicas promovidas con el fin de ganar la tan ansiada legitimidad social, pero que, una vez implementadas, terminan por generar niveles de gasto y recaudación insostenibles, los que desembocarán, tarde o temprano, en profundas políticas de ajuste.
En el Perú, observamos hoy a las dos principales instituciones de la política local, Ejecutivo y Congreso, competir, otra vez, por la tan solicitada legitimidad del poder. Sin embargo, ninguno ha podido superar tácticamente al otro, impidiendo que el país avance.
No hay duda de que la crisis del COVID-19 pondrá el foco en el factor social. A nivel mundial, los grupos de interés mirarán con lupa cómo las empresas protegen los puestos de trabajo y la salud de empleados y clientes durante el proceso de normalización. Las relaciones con los gobiernos, en un momento de fragilidad financiera, también serán analizadas por los inversores.
La inclinación a utilizar al sector empresarial como culpable del malestar ciudadano va en contra de la tendencia hacia una gestión empresarial responsable. Una empresa que contamina, que discrimina a un trabajador o que es opaca al momento de exponer sus resultados, ya no deja indiferente a casi nadie.
Así, la incertidumbre regulatoria y política indiscriminada, que no separa a quienes lo hacen bien de quienes no, al llevar a las decisiones empresariales a asegurar las ganancias a corto plazo para optimizar su inversión, resulta inconsistente con la necesidad de enfocar a las empresas en objetivos de largo plazo, y peor aun, con la urgencia de preparar al país para la tan necesitada reactivación económica.
Hoy, la confrontación ha llevado a la politización del crecimiento, creando un falso dilema entre la creación de recursos y el progreso. En el caso de nuestro país, se afirma superficialmente que se ha priorizado el crecimiento en detrimento de la salud. Esto no es cierto. Esta ha sido la prioridad de los últimos gobiernos, y no solo por incentivos éticos, sino también políticos. La salud y la educación dan muchísimos réditos políticos y, por eso mismo, se les ha más que quintuplicado el presupuesto. La salud no es, entonces, un patito feo. El problema ha sido la gestión.
Las políticas públicas de los últimos años han derivado en una gran marea normativa y de dinero. Estas herramientas han sido utilizadas reiteradamente por el Ejecutivo y han sido adoptadas crecientemente por el Parlamento. Esto es un error, ya que dicha estrategia no ha sido exitosa para conseguir las reformas que el país tanto necesita de cara a mejorar los servicios públicos.
Un cambio de cultura es lo que requerimos. Así, el sector público debe encaminar su atención y protección hacia ese mayoritario grupo de empresas y ciudadanos que todavía se encuentran fuera de su alcance y que son arropados por la opacidad y la informalidad. El sector privado tiene igualmente el reto de acelerar su transición de una cultura de rentabilidad hacia una de sostenibilidad. Pero esto último aplica de la misma manera para la clase política. No hay duda de que el reto es enorme, y que será imposible lograrlo sin liderazgo, diálogo y tolerancia.