"La falta de apropiadas oficinas de planificación urbana en los países en vías de desarrollo es el obstáculo más prominente contra los beneficios de la urbanización". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"La falta de apropiadas oficinas de planificación urbana en los países en vías de desarrollo es el obstáculo más prominente contra los beneficios de la urbanización". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Marco Kamiya

La Nouvelle-Orléans fue fundada en Norteamérica por el explorador Jean-Baptiste Le Moyne en 1718. En diciembre de 1803, el territorio entonces expandido y llamado Nueva Luisiana de más de 2 millones de km2, cubriendo desde el río Misisipi hasta Canadá, fue vendido por la Francia de Napoleón a los Estados Unidos de Jefferson por US$15 millones. La transacción dobló el tamaño del país norteamericano y sentó las bases para la expansión hacia el oeste. El costo de las nuevas tierras fue de 7 centavos por hectárea. En forma similar, Alaska, casi 1,5 millones de km2, fue comprada a Rusia en 1867 a un costo de US$7,2 millones. Esto motiva una pregunta relacionada con la planificación urbana: ¿cuánto cuesta una ciudad?

Los costos de una ciudad están compuestos por (i) las infraestructuras básicas: las carreteras y caminos, el sistema de telecomunicaciones, los desagües, agua potable, sistemas eléctricos y de energía. Luego vienen (ii) las infraestructuras críticas: hospitales, comercios, escuelas, comisarías, residencias, espacios públicos, entre otros, y (iii) el capital humano: que son las instituciones y los profesionales para proveer servicios a la población, tales como los sistemas de salud –los médicos–, sistemas de legalidad –abogados y jueces–, educación –profesores–, innovación –investigadores– y otros similares.

Usualmente los cálculos de necesidades de inversión urbanas se concentran en las infraestructuras físicas. El Instituto McKinsey publicó en el 2016 su informe “Cerrando las brechas de infraestructura global” indicando que el mundo necesita invertir, hasta el 2030, US$3,3 trillones al año, equivalentes al 3,8% del PBI anual de todos los países. Actualmente, la inversión es insuficiente, quedando una brecha de US$350.000 millones cada año, y el informe añade que si se considera el costo adicional de implementar los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas, el desfase se triplica a un trillón adicional cada año.

La situación es más preocupante en América Latina. Según Infralatam, una iniciativa del Banco de Desarrollo de América Latina, el BID y la Cepal, la región en promedio invierte solo 2,5% de su PBI, y debe invertir al menos 5% del PBI anual para cerrar la brecha. No hacerlo significará que muchos países no podrán alcanzar su potencial, el crecimiento será desigual e insuficiente, siendo cada vez más difícil para América Latina alcanzar a los países de altos ingresos, y a los de crecimiento acelerado de Asia, para acoplarse a la economía global.

Supongamos que algunos países descubren enormes depósitos de petróleo o de litio y de repente tienen más ingresos para invertir en infraestructura. ¿Eso cerraría la brecha? La respuesta depende de la existencia de una eficiente gobernanza y capital humano para administrar la nueva riqueza y decidir la calidad de las inversiones.

Es aquí donde es necesario fijarse en la capacidad técnica y en la gobernabilidad. El costo de la ‘capacidad técnica’, a diferencia de la infraestructura física, es pequeño pero esencial. Como referencia, un proyecto de agua para una ciudad intermedia puede costar US$100 millones, mientras que tener un departamento de planificación urbana con economistas, planificadores y abogados puede ser de unos US$2 millones, pero sus beneficios son invalorables.

La falta de apropiadas oficinas de planificación urbana en los países en vías de desarrollo es el obstáculo más prominente contra los beneficios de la urbanización. En la práctica, esto significa que la mejora en el valor de terrenos, propiedades y mayor extensión de zonas urbanas no se traduce en ingresos y bienestar para las ciudades, y muchas veces simplemente se desvanece por la mala calidad de la urbanización. Una ciudad improductiva aún requiere de provisión de servicios básicos, seguridad y hospitales, y es una carga fiscal si no produce, pero además se convierte en un foco de inseguridad y marginación que afecta a toda la región o país.

¿Qué tienen en común la calidad de las inversiones, el diseño de los impuestos a la propiedad o los sistemas de captura de plusvalor por renovación urbana? Todos ellos son fuentes de ingresos que se originan en la ciudad misma, y no son transferencias del gobierno central. Una señal de madurez de las ciudades es cuando aprenden a generar valor, ese avance cualitativo puede ocurrir sin esperar que el país tenga un alto ingreso. Las ciudades tienen un valor intrínseco por su gente, historia y cultura, y para aprovechar ese patrimonio –y no quedarse atrás– se requiere de inversión en infraestructuras, capital humano y gobernanza.

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