Se debate con intensidad en el país sobre cuáles serían la naturaleza y los propósitos últimos del gobierno de Pedro Castillo. Sobre lo que no hay mayor debate es que una expresión muy concreta de su lógica de gobernar es buscar ocupar el aparato público con cuadros o allegados políticos que no solo no cumplen mínimamente con requisitos o perfiles para los puestos, sino que además tienen serios cuestionamientos a su integridad. En diferentes ministerios se ha denunciado la implantación de una lógica de nombramientos marcada por las prácticas de patronazgo y clientelismo, cuando no de captura de diferentes partes del Estado por grupos interesados en hacer fracasar los intentos de reforma y de perennizar prácticas informales o abiertamente ilegales.
Una manera de “justificar” estas conductas por parte de los sectores oficialistas es señalar que se trata de prácticas “habituales” dentro del Estado Peruano (“otros lo hicieron, ¿por qué nosotros no?”), así como apuntar a que no cabría hablar de “destrucción” o “desmantelamiento” de la administración pública debido a que esta “nunca ha funcionado bien”. En tanto no funcionaba bien, no habría problema con destruir esquemas previos y “apostar” a que con una renovación de personal que “ha venido de la chacra y sabe dónde está la necesidad” las cosas van a funcionar mejor.
Es totalmente cierto que el funcionamiento de nuestro Estado y de nuestra administración pública es muy deficiente. Pero también lo es que en los últimos años hemos empezado a dar algunos pasos en la dirección correcta. Hemos pasado de tener pequeñas islas de eficiencia en algunas áreas del Estado vinculadas al manejo macroeconómico a contar con pequeños archipiélagos dispersos en diferentes áreas. Desde el 2008, tenemos la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir) y la ley del servicio civil del 2013, que han sentado las bases para una reforma de la administración pública que busca mayores niveles de profesionalización. Si bien estas reformas no han avanzado lo que hubiéramos querido, y seguramente se impone una reformulación de sus estrategias, estos esfuerzos han tenido algunos resultados. Según el “Panorama de las administraciones públicas. América Latina y el Caribe 2020″ (París, OECD-BID, 2020), el Perú es uno de los países que más ha mejorado en el índice de mérito civil (que mide “las garantías de profesionalismo en la forma en que funciona el sistema de servicio civil”) entre el 2004 y el período 2012-2015. Hacia el 2015, el Perú aparecía en un índice de nivel de profesionalismo de la administración pública por encima del promedio de América Latina y el Caribe: por debajo de Brasil, Costa Rica, Chile y Uruguay, pero por delante de Bolivia y México.
Queda muchísimo por mejorar, por supuesto. El informe reporta, por ejemplo, que Bolivia, el Perú y Guatemala son los tres países en los que los procedimientos administrativos resultan más engorrosos, y sabemos que procedimientos más sencillos no solo benefician y satisfacen a los ciudadanos, sino que limitan las oportunidades de corrupción.
En otras palabras, es mucho lo que podemos perder con la generalización de contrataciones y asignaciones de personal con criterios clientelistas y patrimoniales. En realidad, la subestimación de este grave riesgo es una manifestación más de la “fracasomanía” de la que hablaba Albert Hirschman para dar cuenta de los problemas para el desarrollo de América Latina. Pensar que cualquier esfuerzo previo de mejora o de reforma es insuficiente, por lo que no se perdería nada con tirarlo por la borda. Así, estamos como Sísifo: condenados a empezar todo desde cero una y otra vez. La reforma del Estado requiere persistencia, paciencia, ajustes y mejoras sucesivas.
En los últimos años, hemos avanzado en ciertos consensos alrededor de la necesidad de reformas en sectores clave del Estado (como la reforma política, la de justicia, la de transporte, la de educación, la de salud, entre otras). De lo que se trata es de colocar a las personas idóneas para implementar esos consensos.
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