Las declaraciones de Dionisio Romero Paoletti y otros empresarios son un clavo más en el ataúd político de Keiko Fujimori. Aunque sus defensores dicen que esto la ayuda desde el punto de vista judicial –puede ser cierto–, en realidad contribuyen a arruinar su credibilidad.
Algunos creen, como Humberto Campodónico, que estas contribuciones “son un adelanto para el pago de futuros ‘favores’ cuando los candidatos lleguen al poder”. (“La República”, 20/11/19). Si ese fuera el caso, Ollanta Humala y Nadine Heredia, que recibieron tres millones de dólares en maletines de manos de los funcionarios de Odebrecht, y luego le otorgaron como postor único la obra más costosa de la historia del Perú –el gasoducto del sur, siete mil quinientos millones de dólares– caerían claramente en esa categoría. Pero Humala y Heredia están libres y nadie de su partido ha sido encarcelado por haber ayudado a lavar ese dinero, cosa que evidentemente tuvieron que hacer para introducirlo en el sistema legal.
Sin embargo, Keiko Fujimori, que no llegó al poder y no tuvo la oportunidad de devolver ningún favor, está presa junto con varios de sus colaboradores.
La verdad es que siempre las campañas políticas han estado financiadas por las empresas y por los que tienen dinero. En las últimas décadas, sobre todo la publicidad en radio y televisión –que es fundamental en toda campaña– se ha hecho cada vez más costosa. No había otra manera de sufragarla que recurriendo a los ricos.
Pero en nuestra hipócrita cultura ibérica eso se ocultaba. A los empresarios no les interesa figurar por temor a las represalias. Y a los políticos no les conviene aparecer financiados por los ricos porque eso los sitúa a su lado, en un país en que los adinerados son mal vistos.
Por eso en todas las campañas todos los candidatos han ocultado siempre a sus verdaderos donantes y han fingido recaudar fondos de pequeños y simulados aportantes.
Sin embargo, ahora la coalición vizcarrista utiliza este hecho casi exclusivamente contra sus adversarios políticos. Esto es obvio en el caso de Fujimori. Es la única presa por ese presunto delito. Es el único caso en que sus colaboradores cercanos han sido involucrados y algunos están también encarcelados. Es el único caso en el que se cita a los donantes a declarar. (Es diferente de la situación de Susana Villarán, que era alcaldesa cuando recibió millones de dólares de empresas que tenían contratos con el municipio que ella dirigía).
Hay también otro aspecto que es importante señalar. Como se sabe, los fiscales del caso trabajan al lado de ONG, abogados, periodistas, la mayoría de los cuales son izquierdistas que –además de su obsesivo odio al fujimorismo– detestan a los empresarios. Esta ha sido su oportunidad de ponerlos en la picota y, nuevamente, han tenido éxito. Es decir, han logrado su propósito de seguir dañando al fujimorismo y a la vez han golpeado muy fuertemente a los empresarios.
La cuestión es que las recientes revelaciones tienen un efecto similar a los audios de los magistrados corruptos. Todos sospechaban que el sistema judicial estaba podrido, pero escuchar a los “hermanitos” desató una ola de indignación popular que fue canalizada contra los adversarios de la coalición vizcarrista. Ahora sucede algo parecido, con implicancias profundas y duraderas.
El descrédito de las élites es un fenómeno universal que está ayudando a socavar la democracia en todo el mundo, contribuyendo, por un lado, a las explosiones populares y, por otro lado, a la aparición de líderes populistas que se hacen del poder atacando a esas élites.
Como dice Yascha Mounk: “Los ciudadanos de a pie llevan tiempo sintiendo que los políticos no les hacen caso cuando toman decisiones. Son escépticos en ese terreno y lo son por un motivo: hace ya tiempo que los ricos y los poderosos ejercen un preocupante grado de influencia sobre qué políticas públicas salen adelante y cómo se implementan. La puerta giratoria entre lobistas y legisladores, el agrandado papel desempeñado por el dinero privado en la financiación de las campañas, los cuantiosos honorarios que cobran los antiguos altos cargos cuando ejercen como oradores o conferencistas y los estrechos lazos entre la política y la empresa privada han mermado seriamente el grado en que la voluntad popular timonea el sentido de las políticas públicas que se aprueban y se aplican”. (“El pueblo contra la democracia”).
El asunto es que ese problema no se está corrigiendo, sino que se está agravando, con caudillos populistas que muchas veces aprovechan la ocasión para liquidar la democracia y establecer gobiernos autoritarios y corruptos.