El fallecimiento de Alberto Fujimori debería marcar el inicio de una nueva etapa política en nuestro país, una que termine por fin con la polarización y el odio y que nos permita concentrarnos en mirar hacia el futuro y reconstruir el Perú.
Alberto Fujimori recibió el 28 de julio de 1990 un país colapsado. En términos económicos, el Perú no era sostenible: hiperinflación, empresas públicas insolventes –legado de la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado– en todos los sectores productivos y escasos ingresos fiscales. Un país fallido, parte de cuyo territorio era controlado por dos grupos terroristas: Sendero Luminoso y el MRTA, y una incidencia muy alta de pobreza y abandono.
Fujimori sentó las bases del crecimiento económico del país. Creyera él en las propuestas o no, su visión pragmática le permitió delegar las reformas económicas en un gran equipo de economistas y expertos en políticas públicas que cambiaron el destino del país. No solo se controló la hiperinflación y se privatizaron las empresas públicas, pues el Perú se reinsertó en el mercado internacional y se abrió al comercio internacional, al libre movimiento de capitales, a la inversión nacional y extranjera. Estas bases luego se consolidaron con la Constitución de 1993.
El espíritu reformador de los 90 es innegable. Fujimori asumió las decisiones políticas que había que tomar para lograr la transformación del país y lo hizo sin dudarlo. Gracias a esto, nuestro país logró una impresionante reducción de la pobreza y un ensanchamiento de la clase media, lo que llevó a lo que luego se conoció como el milagro económico peruano. La titulación de la propiedad informal fue un hito que marcó la apertura a los derechos económicos para quienes tradicionalmente estaban excluidos. Fujimori logró pacificar el país.
Sus detractores han sido en ocasiones injustos –y en muchos casos construyeron una carrera política sobre su odio a Fujimori y los mitos que construyeron sobre él–. La falsa política pública de esterilizaciones forzadas, el supuesto robo de los US$6.000 millones de la privatización y el asesinato de Pedro Huilca por parte de militares, por mencionar solo algunos. Y los peruanos, no dados a enfrentar, callamos. Desde su caída, se instaló en el Perú una tarea constante para deformar los hechos con la intención de que todo fuese discutible y, muchas veces, punible. Fue una tarea constante destinada a reescribir la historia por razones políticas.
El final de su gobierno marcado por la corrupción, el poder de un oscuro asesor, el autoritarismo, el intento de control de la prensa y de las instituciones democráticas (como el TC, el Congreso y el Poder Judicial), la postulación a un tercer mandato inconstitucional y su renuncia desde Japón ensombrecieron su legado.
La partida de Alberto Fujimori debería permitirnos empezar a construir un país dejando atrás la lógica binaria del fujimorismo-antifujimorismo. El Perú atraviesa desde hace años una crisis social, política y económica. Donde nueve de cada diez peruanos no están satisfechos con el funcionamiento de la democracia en el país y el 68% considera que la sociedad peruana está rota (Ipsos Global). La polarización política agrava la crisis. Es momento de centrarnos en las reformas pendientes, en construir una mejor clase política que responda a los intereses de los ciudadanos y que se enfoque en impulsar el desarrollo del país.