No son un misterio los motivos por los que la última encuesta de Ipsos-América TV, difundida en “Cuarto poder” el domingo pasado, registra una fuerte caída en la popularidad del presidente Pedro Castillo. Esta pasó del 33% al 25% en un mes, y alcanzó un nivel similar al que lució Alejandro Toledo luego de seis meses de mandato. La incapacidad para armar un Gabinete decente, las acusaciones de corrupción e intereses oscuros en su entorno, y quizá sobre todo su impúdica desnudez en las entrevistas concedidas, le pasaron una factura importante al mandatario.
Pero aparte de todo lo que ha hecho el presidente para dañar directa e irremediablemente su popularidad, hay por lo menos un par de razones que –cual música de fondo y sin demasiado protagonismo de primera plana– han preparado un ambiente que hace más frágil la posición de cualquier líder. Uno de estos motivos subyacentes es el deterioro de la seguridad ciudadana –tema que ya ocupa el primer lugar entre todas las preocupaciones nacionales–. El otro, y del que nos ocuparemos aquí, es el empleo urbano.
Tomando en cuenta los efectos de la inflación, a diciembre del 2021 los ingresos provenientes del trabajo en Lima Metropolitana seguían siendo un 16% menores a lo que eran antes de la pandemia. La cifra es muy similar para el resto del Perú urbano. Esa diferencia con el pasado reciente es enorme y explica que, en la misma ciudad capital, el número de personas que gana salarios por debajo del valor de la canasta básica haya subido en un 51% desde el 2019.
Es cierto que, a nivel nacional, la cantidad de empleados en planilla es superior a los registros de hace dos años, pero hay una precisión importante aquí: casi toda la ganancia ha estado en la planilla del sector agropecuario. En las ciudades, la calle sigue dura. No es casualidad que Ipsos recoja también que el 57% de la población opina que hoy la posibilidad de encontrar trabajo es peor con respecto a hace seis meses.
Las cifras de PBI, déficit fiscal y otros indicadores macroeconómicos cuentan una historia de recuperación económica completa, con datos similares a la pre-pandemia. Todo eso es muy bueno, pero para el ciudadano regular, estos indicadores suenan abstractos y poco relevantes. Lo que en serio importa es el empleo. Y la mejora en este campo aún está lejos de ser completa.
Al ritmo en el que vamos, las perspectivas de mejora tampoco son claras. De acuerdo con la encuesta de expectativas del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), el apetito por la contratación de personal en el corto plazo permanece en tramo negativo, igual que las expectativas de inversión y las de la economía a tres meses. De hecho, con diez meses consecutivos de expectativas económicas de corto plazo en rojo, se ha alcanzado el récord del período pesimista más largo desde que se lleva registro hace casi 20 años. Lamentablemente, no hay demasiada ciencia aquí: mientras las expectativas no mejoren, tampoco lo hará la inversión privada y el empleo permanecerá resentido.
Las implicancias sí son claras. La importancia del mercado de trabajo no es solo económica, sino también social y política. ¿Puede realmente un presidente aspirar a generosas tasas de aprobación si la gente percibe que sus opciones de trabajo son malas y que sus salarios le alcanzan para menos que antes? Tradicionalmente, más que los desatinos políticos y otros escándalos, es la situación económica familiar la que sella el destino de los gobernantes. Los groseros tropiezos y autogoles de la administración del presidente Castillo son suficientes para explicar su desplome en las encuestas; sin embargo, la evolución del mercado laboral –silente pero inexorable– puede ser lo que finalmente ancle su popularidad al piso.
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