La semana pasada, la revista “Time” publicó una foto del primer ministro de Canadá disfrazado de Aladino en una fiesta. El problema estaba en lo que acompañaba a su ropa: había pintado su piel de un color más oscuro. Sí, Justin Trudeau hizo ‘blackface’. O, para ser más precisos en este caso, hizo ‘brownface’. Como era de esperarse, tras la publicación, el primer ministro admitió que, aunque entonces no lo vio, su conducta fue racista. También sostuvo que previamente había hecho ‘blackface’ en una noche de talento escolar, al cantar una canción tradicional jamaiquina. Desde entonces se ha conocido un tercer episodio, esta vez en video.
El académico Moustafa Bayoumi despiezaba en una columna el primer escándalo: en las fotos disponibles, Trudeau es la única persona que se ve usando maquillaje; se había pintado no solo la cara, sino también el torso y las manos (“imagínense cuánta preparación y acciones (¡y maquillaje!) deben haberse necesitado”); ya no era un niño, tenía 29 años; la fiesta tuvo lugar en el 2001, “no en 1901”.
Para entender por qué el ‘blackface’ es un acto tan dañino, quizás tendríamos que comenzar por la historia. Como bien explica la nota del “Time” en cuestión, existe en Norteamérica “una larga y dolorosa historia de actores blancos oscureciendo sus caras para degradar y deshumanizar a los afroamericanos –una práctica que se hizo popular por los shows minstrel en el siglo XIX–. El ‘blackface’ continuó en el siglo XX en shows de Broadway y en películas de Hollywood”. Y agreguemos también aquí el orientalismo, un término usado para hablar de las concepciones que tiene Occidente sobre Asia, especialmente aquellas construidas con estereotipos e ideas más bien coloniales.
Sobre ese pasado se ha construido una práctica que hoy sigue alimentándose y alimentando los estereotipos y caricaturas. Que sigue, como decía Bayoumi, generando una distancia entre personas no blancas y blancas “para la diversión de la cultura dominante. Nada resalta más la blancura que una persona blanca temporalmente y exageradamente dejando la blancura y actuando como una persona de otra raza. ¿Por qué? Porque las pantomimas raciales no son realmente sobre disfraces o humor, sino sobre poder. El poder de degradar a las personas de otra raza, de ridiculizar las maneras de otra etnia, y el poder de hacer que el racismo se vea como una diversión sana”.
El ‘blackface’ trata el ser negro, o árabe, o andino, o asiático –o lo que sea que no sea blanco– como algo que puede ser temporal. Como algo de lo que se puede salir y entrar. Pero, como dirán todas las personas no blancas que han vivido en sociedades racistas, no hay nada más, por decir lo menos, ingenuo que creer eso. Porque el racismo está en todas partes, y no hay pintura blanca que te salve.
Entonces, ¿qué hacemos con el ‘blackface’ y el ‘brownface’ de Trudeau? Sugiero seguir a Philip S.S. Howard, profesor de la Universidad McGill, que estos días ha llamado a ver más allá del caso canadiense. “Cuando optamos por individualizar los incidentes del ‘blackface’, cuando decidimos solamente concentrarnos en etiquetar a la persona que usó ‘blackface’ como ‘racista’, cuando sugerimos que el ‘blackface’ dice más sobre los fallos personales que sobre la oposición a los negros del que el ‘blackface’ es solo un síntoma; estamos ayudando a hacer algo que absuelve a todo el mundo –principalmente a nosotros mismos– de pensar en nuestras implicaciones en conductas antinegras”.
Es así que terminamos en el Perú. Un país donde no se cuestiona a los programas cómicos que incurren en esta práctica racista ni a quienes la usan para acompañar sus disfraces. O, al menos, no lo suficiente. ¿Cuántos recordamos por ejemplo que, tan solo el mes pasado, Alerta Contra el Racismo denunció una caracterización en ‘blackface’, supuestamente cómica, del futbolista afroperuano Jefferson Farfán? ¿A cuántos nos importó lo suficiente para manifestarnos en contra?
Pienso en todo esto mientras leo el libro “How To Be An Anti Racist” (Cómo ser antirracista), que espero sea tema de una columna futura. Allí, el historiador Ibram X. Kendi nos llama, entre otras cosas, a pensar en cómo no basta con ser neutros frente el racismo. Y entonces pienso que no basta con no reírnos del chiste, no consumir el programa o no votar por el político. Tenemos que hacer más.