¿Cuántas veces ha escuchado uno que el dólar estadounidense está –ahora sí– en una espiral de decadencia inevitable? Que competidores tecnológicos –como las criptomonedas– o monedas de las grandes naciones rivales lo harán trastabillar. Que el progresivo desacoplamiento de la economía occidental con la de la economía china y las de sus países aliados traerá un mundo menos dolarizado. Que la invasión rusa a Ucrania marcó el inicio de su fin. La narrativa no es nueva. Se escucha en cada vez más lugares. Lo curioso es que cada vez parece estar también más equivocada.
Bajo cualquier métrica, lo cierto es que la divisa norteamericana tiene una influencia casi inamovible –y en algunos casos creciente– sobre las finanzas globales. De acuerdo con el Banco de Pagos Internacionales (BIS), cerca del 90% de las transacciones de cambio de divisas involucran al dólar. El euro, más bien, viene perdiendo fuerza en este mercado, y el renminbi chino se transa 13 veces menos que el dólar. De las reservas internacionales globales, el 58% está en activos denominados en dólares (una caída de apenas tres puntos porcentuales desde el 2012). El euro bajó cuatro puntos porcentuales en el mismo período y las denominadas en renminbi son solo el 2%, y vienen cayendo. El 70% de la deuda global en moneda extranjera se mantiene en dólares desde el 2010, y más de la mitad de todo el comercio global se sigue realizando en la moneda de la FED –un monto especialmente notable si se toma en cuenta que el comercio de EE.UU. explica no mucho más del 11% del comercio global–. Y, más allá de aplicaciones específicas, como el envío de remesas, las criptomonedas todavía son básicamente activos especulativos. Por el futuro previsible, el dólar parece estar bastante cómodo en su lugar como moneda dominante (vale notar que, frente a este gigante, el sol peruano ha mantenido casi todo su valor relativo en dos décadas y media, mientras que las monedas de Chile, Brasil, México y Colombia se depreciaron en más del 50%).
Son al menos cuatro motivos los que explican la fuerza verde. El primero es el efecto de red. Es decir, que otros países usen ya esa moneda para intercambio y acumulación es suficiente razón para usarla también. Alterar economías de red suele demandar intentos coordinados que, por la escala actual, pueden ser imposibles de lograr. El esfuerzo más serio ha sido el de los Brics, pero incluso este grupo viene saliendo de la idea de crear una moneda común para enfocarse más en el renminbi en algunos intercambios bilaterales. Nada realmente amenazante.
En segundo lugar, y vinculado con lo anterior, el dólar no tiene paralelos respecto de la liquidez y profundidad de sus mercados financieros. Vender y comprar activos en dólares es simple y barato. Además, están disponibles en enormes cantidades, inmediatamente, y con instrumentos variados y eficientes. Puede no haber espacio global actualmente para dos mercados así de profundos.
Además, el dólar tiene el rol de principal activo refugio global. En períodos de convulsión internacional, los mercados van hacia activos líquidos en dólares para protegerse e intentar evitar caídas pronunciadas. Lo paradójico es que esto sucede incluso cuando EE.UU. es causante directo o indirecto de la turbulencia global.
Finalmente, en momentos en los que en EE.UU. crece la polarización política y se abren dudas sobre su solidez institucional, sus potenciales competidores se hallan en situaciones económicas o institucionales aún más débiles. La falta de predictibilidad y la aplicación de controles de capitales en China –algunos puestos sorpresivamente en el 2014 y el 2015– asustan a inversionistas. India, Brasil o Rusia están lejos del desarrollo institucional y económico necesario. El euro, por su lado, tiene problemas en ganar tracción con una economía mucho menos dinámica que la estadounidense en las últimas décadas. Su manejo interno, como bloque de países, es también bastante más disfuncional.
EE.UU., para ser claros, no ha venido protegiendo a su propia moneda con suficiente determinación. La monstruosa deuda pública que arrastra es un riesgo grande, así como lo son la eventual remoción de candados institucionales sobre sus manejos monetarios o financieros en medio de un juego político autodestructivo. Pero, por lo menos por ahora, no hay mayor motivo para pensar que los Benjamin Franklins vayan a perder circulación o influencia.