Alonso Cueto

El Pedro Castillo es un exilado. Vive en una trinchera cada vez más estrecha. Habla solo para un grupo de seguidores cada vez más reducido. Ese espacio privado no admite a personas ajenas, especialmente a los periodistas. Estos vienen de un mundo de desafíos y preguntas. Es algo que no puede soportar. Cuando el presidente dio entrevistas, como en el caso de la concedida a Fernando del Rincón de la CNN en enero, no pudo sostener sus respuestas. El repliegue que ha dado desde que dijo que la “era un chiste” es una clara señal de su concepción del espacio personal.

Se siente mejor en el aislamiento, rodeado solo de incondicionales (con frecuencia ha hablado también de sus “paisanos” solo para ponerlos en puestos de gobierno). Este no es un asunto nuevo porque ya en los tiempos de su candidatura con frecuencia cortaba las entrevistas con el pretexto de que estaba muy ocupado. Su elección, su presidencia, su negligencia, los indicios claros de corrupción, pueden calificarse como la gran estafa. El camino a esta situación estuvo marcado por la idealización que algunos hicieron de un maestro de provincias. Es el mismo maestro que vimos “tirarse al suelo” en un video de sus protestas para parecer herido y el que plagió su tesis para recibir un grado académico que le permitiera un mejor sueldo. La trampa y el truco forman parte de su modelo. Las palabras no le importan. Se sirve de ellas como instrumentos para lograr sus objetivos.

La prensa es un universo hecho de palabras. Las palabras son mediadoras entre los gobernantes y la gente. La prensa es un mediador crítico y con frecuencia duro. Muchas veces puede equivocarse y algunos de sus miembros pueden estar sesgados en una dirección. Pero desterrar a los periodistas (como también lo hace de un modo inaceptable la presidente del Congreso) es una renuncia a la realidad. El presidente de Perú Libre, por otro lado, prefiere comunicarse por Twitter, donde no tiene que confrontar con otros. No es casual. La concepción de nuestro país que tienen Perú Libre y el presidente siempre fue la de vivir en una trinchera buscando a un enemigo sobre el que disparar. Por eso, el presidente le atribuye los males de su gobierno a una persecución en su contra. Una trinchera solo es el lugar de quienes viven en una guerra, no de quienes gobiernan. Pero el pensamiento binario supone la política como una guerra de unos contra otros (el “pueblo” contra todos los demás).

Durante un tiempo, el sombrero del presidente parecía una señal de desafío. Solo sirvió para que, en febrero pasado, el presidente brasileño se lo quitara y se burlara de él. Poco antes, Castillo había pedido alguna ayuda del presidente mexicano argumentando ser agredido por los “pitucos”.

En un país ya fragmentado y dividido por razones históricas y culturales, gobernar desde el exilio privado solo contribuye a profundizar las divisiones y aislar al líder. No es posible que un partido predique que una parte del país tenga que odiar a la otra, y que esa sea una señal de campaña.

En una de las pequeñas obras maestras de Julio Ramón Ribeyro (“El maestro Berenson, la música y un servidor”), un exdirector de orquesta termina dirigiendo la música que sale de un disco. Lo hace en su casa, ante el aplauso de sus pocos admiradores. Es posible que Ribeyro haya pensado en el destino final de todos los que alguna vez dirigieron orquestas enteras. Tocar solo para el grupo de adictos que todavía creen en un líder exilado del mundo.

Alonso Cueto Escritor