Diego Macera

Aunque, la verdad, quizá nunca estuvo ahí. El piloto automático de la , también llamado a veces “cuerdas separadas”, hacía referencia a la idea de que el Perú podía seguir creciendo de forma independiente a –o, incluso, a pesar de– su contexto institucional y político.

La hipótesis, por supuesto, era tentadora. La política nacional –ahora tan venida a menos– tampoco era un dechado de virtudes cuando el país lograba tasas de crecimiento por encima del 5%. La paradoja a la que entonces se enfrentaban analistas locales e internacionales era cómo podía un país con instituciones débiles mantener su velocidad de crucero. La respuesta que ensayaron fue que, seguramente, “la política iba por un lado y la economía por el otro”.

Pero el mantra nunca fue cierto. Ahora lo sabemos. La economía peruana siempre necesitó nuevos motores de crecimiento y visos de estabilidad –de predictibilidad– para mantener su dinamismo. Así, conforme las reformas a favor de la competitividad se fueron frenando y los proyectos de inversión bloqueando, la expansión se empezó a frenar.

Sin partidos políticos de verdad, siempre se supo que la carrera por la presidencia del Perú no era muy distinta de un juego de azar, pero el mandato de Pedro Castillo terminó de romper uno de los paradigmas centrales de estabilidad. De pronto, la discusión sobre una nueva Constitución política ya no se ubicaba en la periferia del debate público, como había sido antes, sino que entraba a la conversación habitual (atizada, también, por el mal ejemplo chileno). Ese cambio es importante. Probablemente, la principal herencia económica del gobierno anterior es la percepción de que los cimientos institucionales podrían modificarse con un próximo gobierno –uno con las mismas intenciones que el de Castillo, pero menos torpe– y algo de mala suerte. No es ese el escenario base para el Perú, pero nadie en realidad lo puede descartar ahora como improbable.

El costo de la disfuncionalidad política y del Estado siempre estuvo ahí, pero toma un tiempo en manifestarse. Más allá de los choques imprevisible que hubo este 2023, el impacto acumulado por años de las regulaciones laborales absurdas, la falta de inversiones en infraestructura para la competitividad, los proyectos mineros que nunca avanzan, el abandono del sector educativo, las agendas sectoriales inertes, entre otros, se convierte en abrumador. El año pasado, el Perú creció 1,4 puntos porcentuales menos que el promedio de la región. Este año, el PBI se contraerá mientras que en Latinoamérica se expandiría en algo más de 2%. El próximo año también es probable que estemos debajo de nuestros vecinos. Nunca hubo piloto automático; hubo una economía que resistió hasta donde pudo la displicencia política y estatal.

Remontar no será fácil. Se puede pensar más rápido en escenarios realistas que llevan la economía a crecimientos nulos en los siguientes años de los que se pueden construir escenarios que nos regresan a tasas de 5% de expansión anual del PBI. Pero, así como el Perú no tenía el derecho divino de crecer a buena velocidad sin hacer parte de la tarea, tampoco tiene que estar condenado a tasas mediocres como las que se proyectan. Aparte de una macroeconomía muy sólida, la economía peruana todavía ofrece oportunidades de inversión y de mejoras en la productividad que ya quisieran tener nuestros países vecinos. Y mientras antes nos sacudamos de la noción del piloto automático, más rápido se podrá trasmitir el sentido de urgencia de emprender las reformas pendientes.

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