Maite  Vizcarra

El día de ayer, en el programa de análisis político “4D”, mis contertulios y yo nos preguntábamos cómo es que la familia del presidente había terminado tan fuertemente implicada en una serie de sucesos lamentables que hoy son parte de expedientes fiscales y que solo nos dan cuenta de una realidad innegable: en el Perú, el ejercicio del poder implica servirse de lo público, sin importar en qué espectro de las escalas sociales se encuentre alguien.

Pareciese, entonces, que durante las últimas décadas en el país se ha ido labrando un consentimiento tácito respecto de qué deberían hacer los que ostentan el poder cuando llegan a él. Y ese consenso es hegemónico, pues incluso quienes se suponía iban a representar a los “nadie” han consentido seguir la conducta hegemónica. Esto es defraudar la confianza y dañar el bienestar de todos.

Empezar a hablar hoy sobre consentimientos tácitos o leyes no escritas en el país es crítico, dado que nos hallamos técnicamente ante una sociedad que padece de anomia. Más importante aún es entender qué papel juegan en la perpetuación de esas leyes no escritas las élites políticas.

Pero, ¿qué implica que un comportamiento, un “hacer”, se vuelva hegemónico? Benedicte Bull –una politóloga noruega experta en élites latinoamericanas– explicaba en una reciente conferencia que las conductas hegemónicas se refieren a la construcción del consentimiento y no tanto a la del consenso; y que la hegemonía se trata menos de la construcción de un sentido de unidad –de clase, por ejemplo– y más, en cambio, de aceptar una estructura de poder centralizado –mando y control–.

En el consentimiento, las instituciones privadas y públicas desempeñan un papel central en el mediano plazo al legitimar la ley no escrita. Mientras que en los consensos son sobre todo las élites políticas y líderes gremiales/sindicales los mayores protagonistas, actuando sobre las coyunturas y lo inmediato.

El consentimiento opera, por su parte, como la aceptación tácita o expresa, activa o no, y va dándose sutilmente, penetrando en los valores de sujetos y colectivos de los diversos grupos sociales, desde las escuelas hasta las cada vez más presentes redes sociales. En ese sentido, si tuvimos la sensación de tener una sociedad altamente tolerante a la corrupción, lo que estamos espectando en lo que va de este gobierno del bicentenario es la confirmación indubitable de esa condición.

¿Tiene solución este drama, o es que el Perú está condenado a vivir una aporía eterna? La única manera de responder con optimismo a esta pregunta es asumir que, si no tenemos una acción colectiva decidida en contra del abuso del poder a favor del beneficio propio sin importar quién sea el sujeto poderoso que defraude, nos condenaremos a cinco años más de deriva y empobrecimiento.

Por ello, es fundamental que en los centros de pensamiento locales y las iniciativas ciudadanas que se están gestando entorno al adelanto de las elecciones se consideren también reformas constitucionales que faciliten desincentivar la corrupción. Asimismo, es tiempo de emprender un activismo cerrado a favor de la transparencia en la gestión pública que limite o reduzca los océanos de discrecionalidad que alimentan la manipulación y las prebendas.

La tecnología no solo puede favorecer la dilución de lo opaco, sino también la auditoría pública de los procesos y trámites públicos mediante tecnologías como las de “cadenas de bloques” –'blockchain’– y el uso de firmas digitales para eliminar la papelería que suele beneficiar a la corrupción. Espero escuchar algo de estas realidades en las propuestas de quienes aspiren a gobernar al país en los diversos niveles de gobierno. Mejor aún, empecemos a explicar mejor los beneficios de este tipo de tecnologías que pueden sacar de las sombras a esas redes de corrupción que constituyen ese gobierno que no se ve, pero que opera con flagrancia.

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia