Diego Macera

¿Cómo proteger al aparato público de su captura por parte de grupos interesados que llegan al poder solo para servirse a sí mismos? La respuesta no es fácil y requiere separar con cuidado lo que corresponde a la coyuntura, a la urgencia de la inmediatez, de lo que corresponde a asuntos más estructurales o de fondo. Sirve para ello pensar en tres tiempos diferentes: la crisis política actual, las reglas del juego político que nos llevaron hasta aquí y la fragilidad del sector público.

Sobre las primeras dos, se viene discutiendo ya en extenso. La salida al entrampamiento político de hoy aún no es clara, pero lógicamente ocupa la mayor parte de la atención. Algunos –cada vez menos– creen que el Gobierno puede aprender de sus equivocaciones de los primeros nueve meses y enmendar el rumbo. Otros –cada vez más– apuntan a soluciones realistas que discurren desde la vacancia presidencial hasta el adelanto de elecciones generales.

En segunda instancia, para los observadores más responsables, no pasa desapercibido que sin un intento de reforma política el país puede perfectamente repetir los errores que nos llevaron hasta aquí. Si en el 2023 volvemos a tirar los dados electorales con casi los mismos jugadores y casi las mismas reglas de las elecciones anteriores, ¿por qué deberíamos esperar un resultado distinto del caos político en el que vivimos desde hace seis años?

Pero del tercer punto, más bien, se ha conversado poco. Mejores reglas políticas deberían derivar en mejores autoridades, pero ¿y si no sucede?, ¿qué planes de contingencia, qué lecciones deberíamos sacar de este período para reducir los riesgos de captura del sector público al margen de los resultados electorales? En condiciones normales, esta materia es casi igual de importante que la discusión sobre una reforma política. Pero en condiciones como las actuales puede ser aún más urgente.

Un primer espacio para limitar el daño es a través de los nombramientos. Algunos esfuerzos se han ensayado en este camino. La Ley 31457, publicada , por ejemplo, intenta prevenir que personas con procesos judiciales abiertos asuman el cargo de ministro o viceministro, o por lo menos que transparenten su situación. Otras iniciativas del Congreso apuntan a fortalecer la institucionalidad del Indecopi y de otros organismos con riesgo de captura a través de una mejor selección de sus líderes. Eso está bien, pero la reforma aquí tiene que ser mucho más de fondo; tiene que venir con una estructura meritocrática y relativamente blindada dentro del Ejecutivo.

Otro espacio para limitar la discrecionalidad –y que es particularmente sensible para los corruptos– son las obras públicas. El , que prioriza las obras que se deben empujar, es un paso en el camino correcto, pero debe dársele dientes. Mientras más poder se le dé al burócrata de turno para elegir qué obra hacer, dónde, con quién y cuánta plata asignar, mayor será la tentación para ver el presupuesto de inversión como un botín. Espacios adicionales para reducir el riesgo de captura incluyen reformas en Petro-Perú, en los organismos reguladores y en la Sunat.

La verdad es que ojalá estos diques no fueran necesarios. Ojalá se pudiera confiar en que las autoridades electas tendrán siempre la capacidad y el interés de seleccionar a profesionales competentes a su alrededor, sin necesidad de estos corsés. En ocasiones, más regulación y limitaciones como estas son una invitación a más espacios para la trampa, para la ineficiencia burocrática y para que la contraloría pueda cuestionar asuntos que no necesariamente son de su competencia. Y siempre se corre el riesgo de hacer normas permanentes en respuesta a la última anécdota de la semana. El presidente de la República, además, debe ser capaz de tener suficiente margen de maniobra para implementar la visión política con la que ganó los comicios y para responder con flexibilidad a coyunturas impredecibles. Pero la triste evidencia reciente sugiere que algunos candados extras sí son necesarios, y no hay necesidad de esperar a que la crisis política se resuelva para empezar a debatirlos.

Diego Macera es gerente general del Instituto Peruano de Economía (IPE)