Amparado en la irracional tesis de una “conspiración contra la democracia”, el presidente Pedro Castillo construye lo que sería su último plan: disolver el Congreso y someter a su absoluto control el Ministerio Público, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional.
A juicio interno de la cúpula que lo rodea, las consecuencias de este plan serían duras de enfrentar, pero preferibles a las consecuencias mayores de una caída de Castillo del poder y su consiguiente proceso fiscal y judicial por corrupción bajo una inevitable prisión preventiva que alcanzaría, como se sabe, a su más cercano entorno familiar.
Lo que prepara Castillo es un golpe final, pues el previo, sin la menor reacción del Congreso, y al más puro estilo de un poder presidencial monárquico, ya lo dio apenas desconoció la Constitución vigente el mismo día de su asunción al gobierno y ante la pasividad de María del Carmen Alva, que se quedó sin palabras.
La evolución de este plan encubierto habría obligado al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas a suscribir, en un comunicado relacionado con una reciente incursión antiterrorista en el Vraem, tres líneas de clara respuesta a las insistentes y temerarias convocatorias presidenciales y del primer ministro Aníbal Torres a una insurgencia popular, que precisamente comprometen, de manera grave, el orden público nacional.
“Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional nos mantendremos firmes en la lucha contra el terrorismo o contra cualquier otra amenaza que ponga o pretenda poner en peligro la paz y tranquilidad de nuestro amado Perú”, sostiene el punto 4 del comunicado del 11 de agosto del 2022, en lo que constituye una posición ajena a cualquier subordinación que no sea institucional y por encima de los manoseos que se han hecho y se siguen haciendo contra las jerarquías militares y policiales desde el Ministerio de Defensa y el Ministerio del Interior.
Es cierto que Castillo se ha dado habilidad para la compra de adhesiones parlamentarias en número suficiente de votos capaces de hacer prácticamente imposible su vacancia presidencial, debilitando al extremo a Acción Popular. También ha sabido aprovecharse muy bien de las consideraciones de gobernabilidad de otros importantes sectores del Congreso, como Alianza para el Progreso, que hasta que no vieran signos visibles de corrupción en Castillo, solían concederle el beneficio de la duda.
A estas alturas de las circunstancias, Castillo ya no se siente absoluto dueño del Congreso. Más bien sus últimos cálculos sobre su peso político lo acercan más a su plan de disolverlo, no importa cuáles sean sus efectos. Las amenazas de la vacancia, de una suspensión y de un juicio político constitucional aceleran su paranoia de perder el poder en cualquier momento y de enfrentarse a lo que su cúpula ministerial le recita cada minuto al oído: la espera de una destitución inminente con la cárcel a la vuelta de la esquina.
Inclusive líderes como César Acuña, que más de una vez le ha perdonado la vida a Castillo, ya no tiene dudas sino certezas de las evidencias de corrupción del mandatario. Sus últimas invitaciones a su renuncia y su desafío a los congresistas de reunir los 87 votos para la vacancia presidencial, anuncian de hecho cuál sería la posición de Alianza para el Progreso y su efecto influyente en las demás agrupaciones hasta hoy renuentes a esta medida políticamente fulminante.
Sin embargo, entre cálculo y cálculo del Congreso sobre cómo acabar con Castillo, los cálculos de este sobre cómo acabar con las resistencias contra él en el Congreso, en la fiscalía, en el Poder Judicial y en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional parecen cobrar, día a día, mayor consistencia, al punto de que dentro de Palacio de Gobierno ha vuelto a resonar la frase de Bruno Pacheco en sus primeros días de gloria: “la lealtad al presidente Castillo es total o no es lealtad”. Era la frase que justamente Pacheco le transmitía a más de un coronel o general a la hora en que se trataba de su ascenso o de su designación a una nueva colocación. Más de un coronel o general habría respondido que su lealtad militar o policial se la debían al Estado y no a un gobierno de turno. Y más de un coronel o general habría también cedido al precio que Pacheco, supuestamente con anuencia presidencial, le puso a los favores políticos del momento: 20 mil dólares americanos.
Entretanto, en la sede de la Fiscalía de la Nación emerge una nueva e inexorable voluntad de llevar hasta las últimas consecuencias las investigaciones penales contra el presidente Castillo, como no se había hecho con Ollanta Humala ni con Martín Vizcarra, ambos comprometidos, igualmente, por graves evidencias de corrupción.
Que esta no sea, ¡por Dios!, la última esperanza de una democracia que podría estar asistiendo, una vez más, a sus últimos días.