El miércoles de la semana pasada, el Gobierno solicitó al Congreso facultades para legislar en materia tributaria, fiscal, financiera y de reactivación económica por 120 días.
Sobre lo primero, desde Palacio de Gobierno se está planteando un aumento significativo de múltiples impuestos, una medida que algunos economistas han cuestionado. “No se aumenta impuestos con la economía aún en recuperación pues ello socava la ‘reactivación’. No solo por su efecto directo de reducción de gasto privado sino por su impacto en expectativas y la incertidumbre que se genera sobre las actividades potencialmente afectadas”, ha dicho, por ejemplo, el exministro de Economía Alonso Segura en su cuenta de Twitter. A lo que añadió que “no se presenta evidencia razonable para varias de las propuestas”, una sentencia que comparte con otro extitular del MEF, Luis Miguel Castilla: “Se sustenta la parte tributaria, pero no se explicita cómo lo van a hacer”.
Pero en una conferencia de prensa, el actual ministro de Economía, Pedro Francke, ha dado una explicación quizás demasiado honesta para el alza que pretende perpetrar la administración Castillo: “El que tiene un carro que vale 200 mil dólares o 150 mil dólares… Yo veo unos carros en la calle que la verdad me… no sé, me pican el ojo y me hincan el hígado, digamos. Bueno, podrían pagar un poquito más”, ha dicho.
En sencillo, parece que el Ejecutivo está apostando por un alza de impuestos que, más que motivada por los criterios técnicos que deberían guiar todas las acciones del Estado, está dirigida por aquello que sus miembros “sienten” hacia algunos ciudadanos y sus pertenencias. En el caso de Francke, en el hígado, un órgano coloquialmente asociado con el enojo, la rabia y el fastidio.
Pero es evidente que las políticas públicas no pueden estar definidas por las crispaciones hepáticas de los funcionarios que las formulan. La circunstancia de que al ministro de Economía no le guste que una persona emplee su dinero en un auto de lujo no es sustento de nada, solo de la inyección de sus propios caprichos morales y dogmáticos a medidas que deberían estar empujadas por la frialdad de la evidencia. Y ese es un hoyo con el que la izquierda, sobre todo la peruana, suele tropezarse, al ver los impuestos como un fin en sí mismo, en lugar de preocuparse por su conveniencia. Especialmente en una coyuntura donde la economía permanece golpeada por la pandemia y en vilo por un Gobierno que solo genera desconfianza e incertidumbre.
Como múltiples expertos han señalado en más de una oportunidad, los problemas de la recaudación tributaria en el Perú no residen en los montos que paga la minoría que trabaja formalmente, sino, más bien, en que existe una mayoría informal (78%) que no aporta lo que debería. Un hecho que el Gobierno no se está molestando en abordar y uno que habría que solucionar antes de seguir asfixiando a los pocos que ya pagan su parte (empresas privadas, ciudadanos con empleo formal y hasta las personas ricas, cuyos vehículos generan retortijones al MEF).
Sin embargo, las contradicciones, la impredecibilidad y el sustento, más ideológico que técnico, de las políticas de Estado son marca registrada de este Gobierno, que está empeñado en granjearse la desconfianza de un sector privado que cada vez encuentra menos razones para invertir en el Perú (Macroconsult estima que en el 2022 la inversión privada caería 14,4%). Una tragedia cuando la mejor forma de llenar las arcas del Estado y los bolsillos de los ciudadanos es el crecimiento de la economía.
Quién sabe, quizá el cerebro es más útil que el hígado para servir al país.
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