No me quedan dudas de que una de las estatuas que me impresionó en su papel de enseña citadina fue el Lagarto de Sullana. Aunque sabía que todavía subsiste una especie de cocodrilo de Tumbes (‘Cocodrylus acutus’), no pude imaginar que su imagen se haría presente aquí, viviendo tan lejos de la frontera ecuatoriana.
Al monumento se lo puede ver fácilmente. Se encuentra ubicado en la intersección entre la avenida José de Lema y la carretera Panamericana, y fue esculpido por la mano diestra de nuestro apreciado ‘doctor honoris causa’ don Víctor Delfín.
Una mirada a los documentos históricos me produjo una nueva sorpresa: en una de las cuatro fundaciones de la que ahora es San Miguel de Piura se nos recuerda que el reptil habitaba en el río Chira y, en general, en los ríos de la región que “como haya descuido, así mismo hacen daño”.
Todos sabemos que la costa peruana es más ancha en el paralelo que pasa por Morropón, en algo más de 100 km, que el terreno es de una complejidad poco frecuente –contiene llanuras, montes, colinas, terrazas fluviales y marítimas, dunas de arena y todo tipo de terreno imaginable– y que está cruzado por las aguas que habitan estos lagartos. Los documentos del siglo XVI ubican a estos bichos, con frecuencia, en nuestros ríos conocidos: Piura y Chira.
Como dije antes, ya no existen cocodrilos más al sur de Tumbes y están en peligro de extinción, pero aun así han generado más que una estatua. Mucho más que eso, el monumento es el recuerdo mítico de un ser probablemente inspirado por su presencia física, que aterrorizó a los conquistadores. Las tradiciones modernas recogidas por los estudiosos locales nos hablan de un lagarto de oro que guarda riquezas precolombinas que hay que buscarlas en el cerro que se conoce como Nariz del Diablo, en Marcavelica (distrito de Sullana), o bajo lo que ahora es el sitio arqueológico de Narihualá, a unos tres kilómetros al suroeste del distrito de Catacaos.
En una de las versiones de la historia, el ser que se esconde en el cerro de Marcavelica es el demonio, cuya piel reluciente, larga cola y terribles colmillos ahuyentan a quienes se atreven a acercarse a sus tesoros. El acceso a las piezas de oro debe hacerse a través de las oquedades o cavernas, apenas abiertas en la Nariz del Diablo. El ingreso es peligroso y hasta ahora nadie ha logrado poner las manos sobre la riqueza, si bien han alcanzado a ver a su terrible guardián.
Narihualá es un monumento, muchas veces saqueado, cuyo aspecto exterior es apenas un cerro. En realidad, se trata de un descuidado remanente arquitectónico que debió de ser importante entre los 1.000 o 1.200 d.C. El relato de los sabios locales nos dice nuevamente que el lagarto de oro era el guardián de un tesoro que pertenecía al gobernante de los tallanes, un grupo étnico que la arqueología ubica justamente por esas fechas y que sobrevivió con dicha identidad hasta la llegada de los españoles.
No creo que la figura de un cocodrilo haya sido popular entre los incas, que en su momento de auge conquistaron el norte del Perú pero descartaron a los dioses locales para imponer el culto al Sol o Inti, considerado padre de los monarcas cusqueños.
Esto no quiere decir que la potencia y el aspecto de un depredador como el cocodrilo hayan pasado desapercibidos en la construcción mítica de las sociedades andinas. En mis épocas de estudiante, recuerdo haber escuchado a uno de mis profesores interpretar de manera poco común la imagen que nosotros conocemos como el Lanzón, que se encuentra en el sitio arqueológico de Chavín de Huántar. El rasgo más peculiar de esta escultura de piedra, que se ubica en un paraje subterráneo, es su boca. Esta es muy alargada, como un hocico que se prolonga desfigurando lo que pudo ser una imagen humana, con el borde de los labios vuelto hacia arriba, exhibiendo los dientes caninos amenazadoramente. Para mi docente, el ser representado en el monumento no podía ser otro que el cocodrilo, lo que contradecía la mayoría de las percepciones de sus colegas de aquella época. En cualquier caso, sería una de las pocas veces en las que este animal tiene un lugar notorio en la iconografía andina.
No podría asegurar si tal interpretación es la correcta, pero –como puede verse hoy en la costa norteña– la presencia del reptil todavía se hace sentir en el saber popular, y ha dejado rastros que vale la pena estudiar. No hay que olvidar que en el siglo XVIII, el obispo de Trujillo, Martínez Compañón, hizo dibujar dos veces a un cocodrilo a sus acuarelistas, mostrándonos sus poderosas mandíbulas que hicieron acabar de mala manera a más de uno de los conquistadores.