Hugo Coya

En el cruce entre la vida y la justicia, la historia de ha emergido como un testimonio doloroso que nos empuja a enfrentar nuevamente dilemas éticos y morales enraizados en las sombras de nuestra sociedad.

Tuvo que pasar un mes para que una junta médica de Lima aprobase el acceso al y que el Instituto Nacional Materno Perinatal sometiera al procedimiento necesario a esta niña de 11 años, violada sistemáticamente por su padrastro.

En torno de este asunto, se alzan innumerables e ineludibles interrogantes: ¿Qué valor atesora una vida? ¿Qué tributo conlleva el bienestar de una niña cuyas aspiraciones se han visto ensombrecidas por una crueldad despojada de humanidad?

Si el caso en sí mismo ya resultaba desgarrador, la cúspide del dolor se desplegaría en la posterioridad, porque inicialmente el responsable fue dejado en libertad por el Poder Judicial y recién ayer se ordenó su detención y captura.

Esta primera decisión judicial engendra otros enigmas: ¿cómo es posible minimizar un acto de semejante vileza? ¿Qué cargas incumben a los galenos de la junta médica de Loreto, quienes rehusaron la intervención quirúrgica?

Al privarla de un derecho legítimo, se sometió a Mila a riesgos físicos y emocionales considerables. ¿Cómo no calificarlo como un abandono temerario, una desamparada exposición?

Una cuestión más, que reverbera por pura lógica, es si el hecho de persistir con un embarazo en condiciones tan extremas como las que enfrenta Mila no conllevaría una exposición insoslayable a un peligro insondable para su salud.

Por todo eso, la fiscalía ha levantado el velo de la investigación, adentrándose en los recovecos de un presunto delito de tortura. El Código Penal arroja luz sobre la posibilidad de sanciones a esos médicos que, a pesar de cumplir los supuestos legales para el aborto terapéutico, se lo rechazaron y podrían haber incurrido en un delito contra personas en peligro.

El artículo 125 del Código Penal establece sanciones por exposición o abandono peligrosos. Y, sin embargo, así estamos, contemplando la exposición de Mila a un riesgo que pudo ser mayor del que jamás debería haber enfrentado.

El corazón de este drama desgarrador se entrelaza con cuestiones profundas de equidad y justicia, tal y como alertaron, incluso, organismos de las Naciones Unidas.

Se trata de una historia genuina y dolorosa, que refleja una lucha constante en el Perú por comprender la complejidad de situaciones individuales. Nos recuerda que las leyes deben ser instrumentos de justicia, no de crueldad.

El aborto terapéutico no debería ser siquiera un debate en el 2023. Su ley fue aprobada nada menos que en 1924 bajo la égida del entonces presidente Augusto Leguía y su gobierno.

El cónclave parlamentario de la época se vio moldeado por una amalgama de elementos, que incluyeron transformaciones en las actitudes sociales y patrones normativos globales vinculados con los derechos de la mujer y la salud reproductiva. Además, Leguía y su administración patrocinaron la modernización del país, bajo la bandera de una política progresista.

Aunque existe desde el 2014 una guía técnica para su estandarización, varias niñas, como ocurría hasta hace unos días con Mila, y otras mujeres en general no han podido acceder a ello, a pesar de que les correspondía.

Ellas forman parte de la pesada historia de abusos contra las niñas en el país con la tenebrosa estadística que dice que solo de enero a junio el Ministerio de la Mujer ha registrado 4.031 casos de violación sexual a menores de edad y 1.100 embarazos infantiles por año.

Pero el hecho de que finalmente el embarazo de Mila se haya interrumpido no convierte el agua en vino.

Los médicos que denegaron este derecho legítimo, que se negaron a brindar a Mila y a la exdirectora de la Unidad de Protección Especial de Loreto la oportunidad de sanar y recuperarse, deben enfrentar no solo las leyes de nuestro país, sino también el escrutinio de la conciencia colectiva.

La aprobación del aborto terapéutico para Mila es un paso hacia la redención, la compasión y la humanidad. Es un faro en medio de la oscuridad, un recordatorio de que cada vida importa y que la justicia debe prevalecer.

Mila representa ahora una oportunidad para enderezar un camino torcido, para demostrar que nuestra sociedad puede mostrar empatía y justicia, que podemos escuchar y actuar en beneficio de aquellos cuya voz ha sido silenciada.

El caso de Mila convoca a la acción, a desafiar las profundas divisiones presentes en nuestra sociedad y a emprender la lucha en pos de la justicia y la igualdad. Mila se alza como una voz insoslayable, una crónica imposible de relegar al olvido.

Debemos comprometernos plenamente a asegurar que su sufrimiento no haya sido en vano, que su lucha haya encendido un camino que conduzca a un futuro lleno de compasión y humanidad. En la resolución del Caso Mila, vislumbramos un rayo de esperanza en un mundo y un país que a menudo parecen sumergidos en la oscuridad.

Hugo Coya es periodista