"Creo que el cierre del Congreso no nos ofrece una clave que nos permita asumir que las formas políticas que en él se expresaron han quedado mágicamente expulsadas de nuestro entorno solo porque cerramos la caverna". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Creo que el cierre del Congreso no nos ofrece una clave que nos permita asumir que las formas políticas que en él se expresaron han quedado mágicamente expulsadas de nuestro entorno solo porque cerramos la caverna". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
César Azabache

En el mito de la caverna, Platón dibujó a un colectivo que se equivoca porque toma por realidad las sombras que una fogata proyecta sobre las paredes de la cueva que habita. En Platón, el conocimiento y el bien están asociados simbólicamente a la luz del sol, que permite ver las cosas “como son”. La luz del sol solo se percibe fuera de esa cueva. Entonces, hay que abandonarla.

En la forma original del mito quien reconoce que se encuentra dentro de una caverna tiene pleno derecho a retirarse. También a explicarle a los demás el porqué es importante retirarse. Pero jamás faltará el iluminado que crea que su deber consiste en sacar a todos de la cueva, quieran estos salir o no. Es inaceptable que alguien se arrogue el derecho a desalojar a la fuerza a quienes habitan en una caverna que es caverna conforme a los dictados de su propia mente. Pero de eso precisamente tratan los sesgos binarios.

En cualquiera de sus formas, los sesgos binarios suponen que existe una autoridad que pretende reducir un todo siempre complejo a un esquema de dos entradas: “0” contra “1”, “a favor” o “en contra”. La falsa autoridad binaria impone a los demás “su hallazgo” como única diferencia aceptable. De ahí a asumir la política como un ejercicio continuo de diferenciación entre “amigos” y “enemigos”, al modo del Schmitt de la Alemania de principios del XX, hay solo un paso.

“Héroes” contra “villanos”, “pro-lo-que-sea” contra “antis”, “buenos” contra “malos”. Cualquier diagrama semejante produce las mismas consecuencias: es siempre potencialmente autoritario en la medida en que estos esquemas tienden a imponerse a otros u otras que le son ajenos, que no los construyeron o que los aceptaron por su propia voluntad.

El mito de la caverna se conecta, además, con un segundo mito igual de peligroso. Si el mundo se divide en dos y yo tengo la razón, entonces el otro, el enemigo, el que habita en la caverna oscura y se resiste de manera beligerante a abandonarla, solo puede ser representado como algo semejante a un demonio, un adorador de las sombras. En consecuencia, la lucha contra la caverna se convierte en una cruzada que se resuelve cuando el demonio ha sido derrotado.

Ilusión de un final feliz: sacamos a estos seres subordinados que nada entienden de una caverna etiquetada desde nuestra propia sabiduría autoreferida. Derrotamos al demonio y entonces la felicidad aparece como una luz inevitable y autosostenible; como una forma de paraíso realizado en clave épica.

Enorme problema. En realidad, al sacar a la luz (la supuesta luz) a los habitantes de la caverna apenas los hemos desplazado de un lugar a otro a partir de una autoridad que les es ajena. En ese ejercicio suponemos que el equilibrio posterior, el que habrá que construir fuera de la caverna, será espontáneo, autoevidente y justo por la naturaleza de las cosas.

Pero las cosas no ocurren así. En la transición de principios de este siglo creímos que el sistema institucional se estabilizaría a sí mismo desmontando la mafia de Vladimiro Montesinos. Concebimos a Montesinos como una interferencia, como una singularidad por remover, como el demonio de nuestra historia. Desmontamos colectivamente la mafia de Montesinos. Pero Alejandro Toledo se hizo millonario delante de nosotros; Odebrecht construyó aquí, en el vacío, su propio virreinato de corrupción; el desarrollo de la infraestructura de la década pasada se impregnó de sobornos y de fraudes al Estado y llegamos exactamente a este lugar. Pasamos por alto que el problema que debíamos enfrentar estaba alojado en la estructura de las relaciones entre lo público y lo privado de las que Montesinos era apenas un gestor con pretensiones monopólicas. Atacamos al demonio que reconocimos, pero no a la razón de su existencia.

El mito del demonio derrotado nos ofrece una coartada autocomplaciente. La ilusión de creer que acertamos porque hicimos algo que nosotros mismos elegimos hacer.

Ahora parecemos deslumbrados con los efectos del , nuestro nuevo demonio. Parecemos creer que las , que encuentro imprescindibles, darán origen, por alguna suerte de mecánica espontánea, a un más sensato, más abierto, más sostenible, que el que ha sido cerrado.

Yo también me siento tentado a etiquetar la conducta de la mayoría del Congreso que se cerró como semejantes al comportamiento de un demonio. Sin embargo, creo que el cierre del Congreso no nos ofrece una clave que nos permita asumir que las formas políticas que en él se expresaron han quedado mágicamente expulsadas de nuestro entorno solo porque cerramos la caverna.

Acaso el sol del mito de Platón no sea verdaderamente el sol, sino apenas la luminosidad de otra caverna mejor organizada. Y acaso ese otro lugar para el que ahora andamos esté también poblado de seres que ni siquiera hemos imaginado.

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