Advierte “The Economist”: “El Niño global ya llegó”. Se basa en que el 2023 viene siendo el año más caluroso del que se tenga registro y que el 2024 lo sería aún más. Hace un recuento de los desastres en el ámbito planetario en estos meses y nos incluye: “Daños a la mayor industria pesquera del mundo donde las anchovetas han huido de sus aguas”.
Si bien es difícil prever el nivel de afectación para cada lugar, sostienen que los pasados eventos de El Niño permiten cierta predictibilidad y, por ello, “la construcción de resiliencia antes de que El Niño golpee permite minimizar daños…”.
“El problema es que muchos de los países más perjudicados están saliendo de catástrofes previas […] sequías e inundaciones extremas […] prolongados efectos del COVID-19 y alza de precios de los alimentos”. El artículo pareciera haber sido escrito para nuestros problemas.
Peor aún, el mismo día en que se publicó el artículo del medio británico en “Gestión”, se conoció del informe de la Contraloría General de la República sobre la ejecución de los fondos de emergencia para la prevención: S/3.565 millones y solo se ha ejecutado el 5,6%. Si bien este porcentaje compromete a los gobiernos regionales y locales, lo asignado para ellos es muy marginal. Del total, el Gobierno Central ha recibido S/3.125 millones y ha ejecutado S/74,6 millones (¡2,4%!).
El escepticismo del contralor Nelson Shack de que esto cambie en los próximos meses lo ha llegado a sostener: “Ojalá que no venga El Niño de manera severa […] porque nos va a destruir. Pueden morir miles de compatriotas y tener miles de millones de pérdidas en infraestructura pública y privada”.
En otras palabras, el contralor ruega que “Dios sea peruano”, un privilegio que, por cierto, no ha sido muy frecuente en los últimos años.
Lo que da credibilidad a las preocupaciones de Shack es la apabullante lentitud en ejecutar las inversiones que caracteriza al Estado Peruano. Para empezar, en el caso de la reconstrucción pos-El Niño costero del 2017. Pero este es un problema generalizado.
Piénsese, por ejemplo, en el nuevo aeropuerto Jorge Chávez, que debió estar listo en el 2005, pero lo estará veinte años después por la demora en entregar los terrenos para construirlo. O en la línea 2 del metro de Lima, que Ollanta Humala aspiraba inaugurar al fin de su gestión, pero actualmente, si lo tenemos completo en el 2026, sería un milagro. Eso se repite en miles de obras de todo tipo y dimensión en ámbitos claves como hospitales, escuelas, carreteras o comisarías.
Se convierte, así, en la peor injusticia para los que más necesitan: hay dinero para proteger y mejorar la calidad de vida de los peruanos, pero una lógica de gestión que nos llena de requisitos y barreras para evitar la corrupción (lo que notoriamente no se consigue) convierte al Estado en una tortuga y al país en un cangrejo.
Este no es un problema solo de este gobierno, ni se puede solucionar de un día para otro. Pero lo que sí llama la atención es la soberbia del primer ministro Alberto Otárola (una que no se condice con una aprobación que raspa el 10%), cuando asegura que antes de que acabe diciembre habrán ejecutado el 97,6% que tienen ellos pendiente e invita al contralor a que lo visite en la PCM, para explicarle cómo lo harán.
Solo nos queda a los peruanos confiar en la buena suerte y que El Niño venga debilucho o que las promesas del presidente del Consejo de Ministros se cumplan. Diciembre dirá.
Coda: El ministro de Salud dice que la llegada de la nueva variante del COVID-19 (la EG.5) es cuestión de días. Se sabe que la vacuna bivalente es la que protege con mayor efectividad de sus peores efectos y, también, que los inoculados con ella en el país son un porcentaje bajísimo. Para recuperar el tiempo perdido, ante una amenaza que se conoce desde hace meses en el mundo, sería indispensable una campaña rápida y masiva del Ministerio de Salud promoviendo la vacunación. Cada vida que se salve con ello habrá justificado el esfuerzo.