El último domingo un joven murió mientras disfrutaba de un día en familia. Había acudido a un restaurante campestre donde miles de personas –sí, miles– aguardaban un concierto de cumbia alrededor de grandes piscinas en Puente Piedra. De pronto, una descarga eléctrica lo fulminó y dejó seriamente herido a su hermano adolescente. Más allá de la tardía reacción de los responsables del evento para trasladarlos al hospital más cercano, un hecho define claramente lo ocurrido: el local carecía de licencia municipal de funcionamiento. Y como dicho documento estaba “en trámite”, los promotores seguían adelante nomás, ganando miles de soles semana tras semana. No tenía licencia, carecía de medidas de emergencia, pero funcionaba como si nada. Y seguramente no es el único en la zona.
Un mes atrás un camión transportador de gas provocó una deflagración que costó la vida de 30 personas –y una decena de heridos que aún permanecen graves– en Villa El Salvador. Las normas obligaban a una sola revisión exhaustiva y a una declaración de que todo está en orden para seguir operando. Por ello, luego de ese primer chequeo, nada impidió que la deficiente unidad siguiera circulando por toda la ciudad. “¡No pasa nada!”, pensarían empresarios y autoridades mientras la unidad se transformaba en una bomba de tiempo. Una legislación pensada para evitar trabas a la inversión fracasa porque quienes deben ser responsables faltan a su deber de diligencia. La normativa está pensada para Alemania, Japón o Chile, lamentablemente no para el Perú, donde abunda la criollada.
Una persona con limitaciones de movilidad no puede acceder a un restaurante porque el propietario ocupa con su camioneta la zona restringida y se suscita un escándalo. “Solo iba a permanecer 10 minutos”, alegaban los voceros del infractor, pero sabemos muy bien que nada aquí es por “10 minutos”. Este hecho desnuda el desinterés hacia el prójimo, la prepotencia de un sector social hacia otro, una práctica que en el Perú de hoy carecería de sentido, pero se mantiene vigente.
Tan vigente como las miles de coasters y taxis informales que circulan agravando la congestión vehicular, pero deben decenas de miles de soles –¡hasta millones!– en multas que nunca pagarán. No son los conductores, que solo reciben algunos soles al día, sino los propietarios de estas unidades quienes se enriquecen al margen de la ley impunemente. Ponen en riesgo nuestras vidas, mueven millones y nadie da con ellos. ¿Cuál es el mensaje que prevalece?
Necesitamos instituciones que funcionen de verdad y ahí el liderazgo de las autoridades es clave. Inacción también es corrupción. Así deberían entenderlo el presidente, sus ministros y tantos gobernadores y alcaldes que no están haciendo bien su trabajo. ¿Hasta cuándo?