Cuando el silencio se apoderó de toda la habitación tras el penal de Valera, arrasó con todo vestigio de esperanza. Pasó como el ángel exterminador que visitó casa por casa, arrebatando sin piedad la alegría, esa alegría que hasta ese momento no se daba por enterada de que todo había acabado, de que no había ninguna posibilidad de cambiar el inevitable y trágico desenlace. No sé cuáles hayan sido las tristezas deportivas más dolorosas de otras generaciones, para mí la eliminación contra Australia será la más dura y trágica de todas, porque sencillamente no estábamos preparados para tragar este veneno.
Gareca construyó un paraíso terrenal en medio de la adversidad. Lo malo de los paraísos terrenales es que recrean una realidad que no existe. Surge el artificio. Convenció a todos de un credo laborioso que profesamos con militancia incuestionable, como se cree en los demiurgos y en los santos que ofrecen resucitarnos de la muerte. Y si el fútbol era lo más importante de lo menos importante, en un país donde las importancias están tan mezquinamente repartidas, hoy somos un poco huérfanos de alguien, deudos de algo que se nos ha muerto.
Por eso cuando muchos aún sufrían para lidiar con su duelo, aparecieron los insoportables fariseos de turno. Aquellos sepulcros blanqueados, policías del pensamiento que no dieron tregua y se encargaron de recordarnos lo miserables que podemos llegar a ser. Aquellos que creen que se puede aprovechar la desgracia para sermonear a una sociedad desposeída de alegrías tienen la inteligencia emocional de una ameba y hacen piruetas intelectuales para forzar la metáfora política. Porque como viven de la miseria y cosechan en las desventuras, están ahí, esperando para lanzar su arenga ponzoñosa, esa mezcla insoportable de reflexión moralista y condescendiente que llevan meses guardando. Si hay algo peor que los oportunistas que aprovechan las victorias para agigantar sus infames legados, son los oportunistas políticos que medran de las desgracias deportivas.
Porque aquel que intenta sermonear a la tribuna, no es ni un buen político, ni un buen predicador. No es buen político, porque el político se ocupa de las realidades temporales y en el Perú, el fútbol quizá tenga más parentesco con los fenómenos sobrenaturales, aquellos que nos merecen reverencia. Quizá por eso resultan tan disonantes las fotos de los líderes políticos en la tribuna con la camiseta de fútbol. Intentan invadir el ámbito de lo sagrado para enviar un mensaje profano. Revestirse con una popularidad que jamás podrían conseguir con esfuerzo propio. Porque quizá el tamaño de la devoción que la ciudadanía peruana ha proferido al fútbol es directamente proporcional al desprecio que esa misma ciudadanía siente por la política. Ese desencanto dañino es la razón más plausible de la discordancia entre fútbol y política en el Perú. Cuando un peruano que no está politizado, como la inmensa mayoría, siente que contaminan el ámbito sacral del fútbol con algún mensaje propagandístico, le brota espontáneamente la antipatía.
Siempre habrá un dictador que tratará de aprovechar el fútbol para extender su influjo sobre la sociedad y domesticarla a su antojo, siempre habrá un populista que quiera mostrar su comprensión de los sentimientos patrióticos abrazando el credo futbolístico para traficar su ponzoña manipuladora. Quizá el fútbol ha asumido un rol desproporcionado en la sociedad, quizá hemos perdido los estribos y les hemos entregado responsabilidades redentoras a nuestros futbolistas que no tendrían por qué redimir a nadie si no estuviéramos tan vacíos de victorias colectivas.
Son solo seres humanos dotados con el maravilloso don de jugar al deporte más hermoso del mundo, capaces de hacer más felices a un pueblo, pero solo eso. De esa distorsión sutil nace nuestra desgracia. Como todo paraíso terrenal, hemos creído que el fútbol puede hacernos felices y cuando llega el fracaso lo único que queda es la desolación. Y así no se puede construir un alma colectiva porque, a no ser que pongamos nuestra valía en algo que sea menos contingente, siempre estaremos arrojados al infortunio. Por el bien del fútbol y de la política, procuremos cuidar a uno de la otra, manteniéndolas distantes. Que se respeten con la reverencia que merecen para que cada una puede redimirse a costa de sus propios méritos y que la próxima victoria o derrota nos encuentre abrazados a un proyecto de país más grande, uno que una nuestros abismos y debilite nuestras mezquindades.