Gonzalo Banda

Los estados modernos surgen para escapar de la barbarie, que era la condición de guerra de “todos contra todos” que existía antes de la organización social. Entregamos la libertad y obtenemos seguridad para garantizar la vida en común, un trato sencillo, pero complejísimo de administrar, constituido con el fin de impedir que nuestras mismas pulsiones acaben por destruirnos como sociedad. O escogemos vivir como civilización o nos entregamos a la barbarie, y sálvese quien pueda, como pueda.

Son actos de barbarie los que acaban con la vida de adolescentes usando armas letales, enlutando a familias y compañeros de escuela que jamás olvidarán la injusticia sufrida, porque cada muerte indigna es semilla de resentimiento y hostilidad inacabables. Es barbarie incendiar instituciones públicas y saquear fábricas, aprovechando el caos y el desorden permitiendo que el lumpen imponga su vileza; es barbarie, apedrear ambulancias y atacar instalaciones de medios de comunicación. Si decidimos dimitir de la civilización y justificar alguna de estas barbaries, habremos perdido el sentido común.

A la barbarie se le opone la civilización. La civilización en democracia no permite que un politicastro corrupto que intentó un fallido autogolpe para hacerse con todo el poder y que luego quiso refugiarse en una embajada para escapar de la justicia huya de la justicia. La civilización en democracia demanda que sus políticos obren con prudencia y moderación, prudencia y moderación que los parlamentarios opositores ignoraron para celebrar y restregar victorias pírricas cuando sabían que, tras la destitución de Pedro Castillo, era necesario adelantar elecciones como todas las encuestas que tenían al frente les clamaban que lo hicieran.

Enfrentamos una hora oscura e inevitable, y quizá –como toda desolación–, haya muchísimo sufrimiento por venir. Los vínculos de nuestro pasado, nuestra aquilatada memoria colectiva no es suficiente para seguir afirmándonos como nación. El enfrenta esta hora oscura –una más dentro de nuestra tumultuosa historia reciente– sabiendo que no bastarán los lazos que nos han unido. Toda nación necesita construir un proyecto colectivo futuro, sin él, no hay país que resista, sin él, caemos en un bucle interminable que nos conduce por el camino de los estados fallidos. Pero la guerra por la insignificancia ha hecho imposible que discutamos ese proyecto colectivo futuro porque estamos más preocupados por quién se impone en la siguiente escaramuza política. Solo hagan el ejercicio de pensar en una sola gran reforma que hayamos discutido como país en el último año, ninguna, solo repartijas de insignificancias.

Cuando Pedro Castillo ganó en el 2021, los perdedores más irracionales se sorprendieron de cómo un profesor rural sindicalista y mediocre les había ganado. Respondieron perdiendo el sentido común, orquestando ridículas conspiraciones mediáticas para segregar cientos de miles de votos en las zonas rurales del país. Ejércitos de abogados se acuartelaron en los estudios más poderosos del país con el propósito de borrar del mapa los votos de otros compatriotas. Una ignominia de la que nunca se disculparon, como nos tienen acostumbrados.

Inmediatamente se instaló, otra vez, el discurso de que el “Perú profundo” había asomado. Los analistas del elenco tradicional, a los que Castillo se les había escapado el 2021, dijeron que años de frustración y olvido estaban cosechando resentimiento. No era el Perú profundo, era, antes bien, el Perú , que no tiene nada de profundo ni periférico, sino que ha dado muchas muestras de que solo permanece latente. Votantes que empeñaron su voto por Humala, en su momento, y por Castillo, más recientemente, votantes a quienes se les prometieron cambios reales que jamás llegaron.

No es que el Perú antisistema sea mayoritario. No lo es, pero se moviliza y tiene capacidad de organización social construida precisamente para desafiar al ‘establishment’, que siempre lo ha ninguneado. Es su más perfecta némesis, establecida para desafiarlo. Dentro del Perú antisistema se inmiscuyen agendas violentistas y delincuenciales, hábiles para aprovechar la crispación, pero ni son la mayoría ni son las más representativas. Con los violentistas y delincuentes no se dialoga, se los procesa y encarcela; sin embargo, distinguirlos es un deber de las autoridades, más si son ministros de Estado y tienen un micrófono a la mano. El Perú antisistema no va a desaparecer, las condiciones que propiciaron la elección de Humala o Castillo permanecen latentes, pero hay que propiciar los espacios para que se pueda escuchar y debatir sus demandas; de lo contrario, solo estamos prologando una agonía metastásica de nuestro proyecto de país y aquello siempre acaba en una derrota colectiva como nuestra historia del siglo XX lo demuestra.

Gonzalo Banda es analista político