Alonso Cueto

La puntualidad es un pacto entre los miembros de una comunidad cualquiera. Ese pacto, que supone una promesa, aparece en el anuncio de la hora de apertura y cierre de los locales públicos, en las citas programadas en ambientes de oficinas, de familias, de amigos, de parejas y en cualquier convivencia imaginable.

No siempre fue así. De acuerdo con los historiadores, el desarrollo de los ferrocarriles fue determinante para que los relojes adquirieran importancia. La llegada de un tren a una estación estaba programada a cierta hora y todos debían estar allí para abordarlo. El hecho de que los ingleses crearan el ferrocarril hizo que también crearan la puntualidad, rubro en el que lograron cierta merecida fama. El primer ferrocarril era un vagón tirado por unos caballos sobre unos rieles. Lo que podría llamarse la primera locomotora fue inventada en 1804 por Richard Trevithich, para servir como un tren minero en Gales. Unos años después, George Stephenson fabricaría la locomotora a vapor que cambiaría la noción y el sentido del tiempo en todo el mundo. Desde que los ingleses son puntuales se habla de “la hora inglesa”.

En el continente africano, por el contrario, así como en partes del Caribe, se popularizó la noción de “la hora africana” como parte de la costumbre de llegar tarde. Fue por eso que el expresidente de Costa de Marfil Laurent Gbagbo dedicó una campaña en el 2007 a mejorar la puntualidad en su país con el lema: “La hora africana está matando a África”. Algunos antropólogos, sin embargo, atribuyen la impuntualidad en el continente a una percepción “policrónica” del tiempo. Hubo otras campañas. En el año 1997, Fidel Ramos, entonces presidente de Filipinas, lanzó el proyecto “La semana de la puntualidad” y llegó una hora tarde al acto de presentación. Algunos países europeos no escapan de la mala fama. Peter Ustinov imaginaba el infierno como “puntualidad italiana, humor alemán y vino inglés”.

Los peruanos y los latinoamericanos tenemos una fama merecida de impuntuales. Un presidente peruano hizo famosa la “hora Cabana”. Otro llegó tarde al debate presidencial porque se había detenido a comer un sándwich. Hemos inventado una frase para eximirnos de responsabilidad: “Me ganó la hora”. Recuerdo haber crecido adoctrinado en los códigos de la puntualidad local. Estaba admitido llegar tarde si la tardanza no pasaba de una hora.

Y, sin embargo, uno puede decir que en los últimos años se ha formado una clase media emergente que ha promovido nuevas formas de relaciones laborales. Hace poco, mi esposa llamó a un trabajador que iba a reparar la cocina. La primera vez anunció que llegaría a las 8, y así fue. La segunda, al día siguiente, dijo que vendría a la misma hora, y llegó un minuto antes. No es el primer ejemplo que veo de puntualidad últimamente. Ahora recuerdo que hace algunas décadas incluso los programas de la televisión y la radio empezaban después de lo anunciado. El hecho de haberse convertido en empresas que venden publicidad, regida por unos horarios, seguramente contribuyó a la puntualidad de hoy en los medios. Hubo una época en la que se decía que solo empezaban a la hora señalada.

Alguna vez, en los años 80, tuve una reunión de trabajo con algunos amigos. Estábamos todos, menos uno. El que llegó tarde, al vernos, se deshizo en cariñosos insultos. Uno de ellos fue que éramos “unos puntuales de porquería”.

Podemos agregar que, en general, la puntualidad es un requisito para el progreso económico y social. Es un medidor de la marcha social. Creo que hoy somos un poco más puntuales que antes. Ya era hora.

Alonso Cueto es escritor