Desde hace unos días me he enfrascado en la lectura de “Perú Bizarro”, el último libro del periodista Marco Sifuentes que recopila algunos de los hechos más insólitos de nuestra historia.
A raíz de ello, recién me enteré de que el dictador Luis Sánchez Cerro ordenó cavar durante meses los cerros de El Agustino a instancias de su ministro de Guerra, el general Alejandro Barco, quien estaba obsesionado con una tradición de Ricardo Palma sobre el supuesto tesoro de doña Catalina Huanca.
Teniendo apenas como argumento su intuición ante la falta de cualquier otro sustento, Barco sostenía que, en realidad, se trataba de la riqueza del templo de Pachacamac y que la acaudalada noble indígena lo había escondido en aquella zona de Lima para preservarla del pillaje colonizador.
Por supuesto, no encontró nada luego de gastar ingentes cantidades de dinero del erario nacional. Sin embargo, lo más grave sobrevendría décadas después cuando numerosas casas se hundieron a raíz de los socavones y decenas de personas extremamente pobres perderían las escasas pertenencias que poseían.
La historia mundial, y especialmente la peruana, es pródiga de hechos como estos: hombres que se abren paso en las altas esferas del poder al punto de conducir a sus líderes a tomar decisiones absurdas que desafían las bases más elementales del sentido común y cuya consecuencia paga el resto de la población.
¿Cómo y por qué sucede? Resulta difícil explicarlo, pero lo más probable es que estos dislates, errores y bochornosos tropiezos tengan que ver con lo que el filósofo Alain Deneault llamó “mediocracia” o el poder de los mediocres.
En cierta ocasión, la escritora española Carmen Posadas escribió, para referirse a ellos, que “a diferencia de los brillantes, que inevitablemente levantan envidias y recelo, los mediocres vuelan bajo el radar y poco a poco procuran hacerse imprescindibles”. ¿Les suena familiar?
Desde que el Perú fue bautizado con ese nombre, los ciudadanos hemos tenido la oportunidad de conocer a personas aupadas en distintos gobiernos con los mismos dotes de malabarista mostrados por el arquero australiano a la hora de atajar los penales del seleccionado nacional en el partido que nos dejó fuera de Qatar 2022.
Nos hemos acostumbrado tanto a que formen parte del cotidiano, que, incluso, hemos creado numerosos sinónimos para ellos: sobón, franelero, chauchiller, traductor, intérprete. La televisión nacional de antaño los ha inmortalizado con la creación de un personaje bautizado como “piquichón”, derivado del término quechua “piqui” que significa pulga, interpretado en su época por el actor Víctor Prada y que era una figura clave en el programa cómico “Camotillo, el Tinterillo”.
Pero, como no pretendo arruinarles el día formulando una larguísima lista de personas que han cumplido el discutible papel en nuestra vida republicana, me referiré a quien, con creces, viene haciendo méritos suficientes para llevarse el desdeñable título en el actual gobierno del presidente Pedro Castillo: el ministro de Cultura, Alejandro Salas.
Erigido sin decreto de nombramiento de por medio en el vocero oficioso del Gobierno, el alto funcionario incursiona cada vez más en asuntos ajenos a sus quehaceres formales que deberían ser, sin ir muy lejos, la amenaza de desalojo del Archivo General de la Nación, el avance de las obras para preservar Kuélap, los graves problemas en la Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco, la falta de recursos para ampliar la red de TV Perú y Radio Nacional, solo por citar algunos casos actuales.
Ante el escaso brillo verbal del jefe del Estado, su notoria renuencia a enfrentar a la prensa, las gravísimas denuncias de corrupción que pesan sobre su Gobierno y persistente mediocridad de quienes ocupan el Gabinete Ministerial, Salas se ha transformado en una suerte de arquero, defensa, mediocampista y, si lo dejan, en el delantero de un Poder Ejecutivo donde solo brillan las sombras.
Opina sobre el papel de los colaboradores eficaces, el rol del Ministerio Público, el control político del Congreso, la crisis alimentaria, la acusación constitucional contra la vicepresidenta Dina Boluarte y cualquier tema que estuviera en agenda, eclipsando, incluso, la figura del presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres. Atrás quedaron los tuits racistas, homofóbicos, xenófobos o contra la izquierda que tuvo que borrar ni bien asumió el cargo.
Más allá del desgaste físico y mental que le debe estar costando convertirse en escudero de un gobierno con tantos escándalos, su excesivo protagonismo está haciendo que cometa cada vez más y más errores e incurra en contradicciones. Fuentes gubernamentales indican que ello le viene deparando críticas tanto dentro como fuera del entorno más cercano a Castillo.
Sus últimos dislates han sido invadir el foro del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo al que le correspondería anunciar el feriado nacional por el partido Perú vs Australia o convertirse en productor y director a la sombra de la cuestionada entrevista que, todo indica, le aconsejó al jefe de Estado ofrecer al canal estatal para obligar a la prensa independiente a cejar en sus cuestionamientos por no dar declaraciones durante más de 100 días.
No obstante, Salas lo ha negado, atribuyendo la iniciativa al Gerente de Prensa de TV Perú, algo difícil de creer dado que el ministro permaneció en los estudios de la televisora que depende de su ministerio e, incluso, acompañó al mandatario a su salida para hacer patente la injerencia.
Habría que recordarle al ministro Salas que el poder es efímero, que la política peruana siempre fue despiadada, que la venturosa conjunción que hoy lo coloca en vitrina se puede resquebrar con rapidez por la acción de algún mediocre que aguarda tras bambalinas su turno para prometerle al líder otro tesoro igual o mejor que el de Catalina Huanca.